Jiddu Krishnamurti es considerado como uno de
los grandes filósofos de los tiempos modernos, así como religioso sin religión,
orador, escritor y educador. A través de las Fundaciones, que él mismo creó, se
han publicado más de sesenta libros en los cuales se expone su amplio mensaje
hacia una comprensión total del ser humano. La profunda experiencia espiritual
que tuvo a la edad de 27 años transformó por completo la vida de Krishnamurti.
Nacido en el sur de la India, con 14 años fue descubierto y
puesto bajo la tutela de la Sociedad Teosófica. Educado en Europa, se le preparó
para convertirse en el próximo Mesías, a tal efecto crearon una orden religiosa
en torno suyo: La Orden de la Estrella. La Orden con varios miles de seguidores
repartidos por todo el mundo (Europa, Estados Unidos, Sudamérica, India), en
1929, tras 15 años de existencia, en la reunión anual que celebraban en Holanda,
fue disuelta por Krishnamurti, como máxima autoridad de La Orden, en un discurso
ante sus seguidores, conocido por la primera frase del mismo: «La verdad es una
tierra sin caminos»; siendo los donativos y las propiedades devueltos a los
donantes. Todo ello cuando la institución se encontraba en su punto álgido con
unos 15.000 seguidores. Posiblemente no se haya dado caso semejante en la
historia: el máximo representante de una institución religiosa la disuelve
completamente y manda a casa a sus seguidores.
El resto de su vida, hasta su muerte en 1986, la pasaría
dando conferencias por todo el mundo: un mensaje religioso en libertad, sin
autoridad ni doctrina, sin maestro, sin seguidores; basado en la observación, en
la percepción alerta sin elección, en el autodescubrimiento: explorando la
posibilidad de un cambio interno revolucionario, en la conciencia del ser
humano. Por este motivo, dio gran importancia a la educación de los niños,
creándose varias escuelas en el mundo bajo el amparo de las fundaciones por él
creadas.
Podríamos señalar tres ámbitos de exploración en su obra que
se muestran como un todo integrado: el del pensamiento, el de la atención y «más
allá del pensamiento».
En primer término, como un psicólogo minucioso, muestra y
desenmascara lo que es el movimiento del pensamiento. Cómo el pensamiento nos
aleja de la realidad. Cómo ese movimiento ha determinado a esta especie durante
un millón de años; nos da una visión de lo que ha sido el modelo de relación
para los seres humanos en los últimos cientos de miles de años. Desenmascara ese
movimiento del pensamiento que ha marcado y marca nuestro violento vivir en esta
hermosa tierra. Desenmascara el movimiento del yo, más allá de las culturas y
más allá de la historia.
Ese movimiento -el del yo- queda enmarcado dentro del campo
del pasado o de las distintas recreaciones y combinaciones que ese pasado
ofrece, es decir, un movimiento prisionero de la memoria, del conocimiento,
gobernado por el cerebro. Un cerebro limitado por lo conocido, reactivo, cuyo
movimiento necesariamente ha de ser parcial, y por tanto carente de orden total,
carente de la racionalidad, de la sensatez, de la cordura de un cerebro en
orden. Carente de la libertad necesaria para adentrarse en un estado de
percepción global, holística; de una comprensión más allá de su propio
condicionamiento. Imposibilitado, por su propia naturaleza, de adentrarse en un
movimiento de libertad tal, que no le pertenezca, que le sea desconocido, que
haga que los peldaños que caen le impidan volver a ser nunca más el mismo, es
decir, de adentrarse en un movimiento de creación pura.
Decíamos que aborda en primer término todo el campo del
pensamiento, es decir, la palabra, la imagen, el miedo, el dolor, el deseo, los
celos, la violencia, la comparación, el poder, las religiones, la autoridad,
etc. Todo lo que es creado por ese movimiento proveniente del miedo, del deseo,
del placer y del dolor, los cuales atrapan la existencia del ser humano.
Retaba este hombre de pensamiento libre y profundamente
religioso (en su significado original de religare: unir, estar en contacto, sin
división, sin separación, en comunión con todo) a cuestionar la obligatoriedad
de vivir en esa trampa mortal todos los días de nuestra vida hasta el día en que
nos metan en una caja, es decir, tener la osadía de poner en cuestionamiento
todo nuestro vivir, de morir psicológicamente, de cuestionar todas nuestras
creencias y conclusiones, atreverse a mirar lo que soy con absoluta objetividad,
es decir, sin tratar de dirigirlo ni modificarlo, tan sólo verlo, observarlo;
dejarle a nuestra vida que nos cuente su historia, pasar a tomar contacto con la
realidad de lo que somos. Dejar de vivir persiguiendo teoría alguna, creencia
alguna, autoridad y condicionamiento alguno. Esta descripción habla de la
atención.
La atención es una toma de contacto con los muros de nuestra
prisión, explorar esos muros, ver si existe una rendija por donde se cuela la
luz e ilumina la estancia. Si vamos a considerar esto, el primer movimiento
sensato, sano, racional, es darse cuenta de que cualquier movimiento por mi
parte forma parte del que ha construido todo ese encierro, y por tanto,
implicaría echar más capas al muro de aislamiento que he construido, lo cual nos
lleva a la necesidad de descartar completamente todo tipo de búsqueda; sea esta
del tipo que sea, por muy loable y encomiable que esta resulte: toda búsqueda
supone un fortalecimiento del yo, supone un movimiento divisivo. Dicho lo cual,
estamos hablando de parar.
¿Cuál es el estado de una mente completamente consciente que
carece de movimiento? ¿Se entiende? ¿Es posible que este ser vivo ponga toda su
actividad consciente, toda su energía, para darse cuenta hasta del más mínimo
movimiento del pensamiento, incluido su propio intento de ser consciente? Todo
esto está relacionado con la meditación. No es posible la atención plena,
completa, sin ausencia del yo. No estamos hablando de parálisis, no se habla de
anulación del yo, estamos hablando de un estado de percepción alerta holístico,
sin límites, sin fronteras, estamos hablando del movimiento de la inteligencia
que está más allá de ti y de mí, estamos hablando de energía, de una
inteligencia que guarda relación con la sabiduría, con la compasión, con la
naturaleza, con lo sagrado, con algo que no procede del movimiento del
pensamiento.
Krishnamurti en este sentido, en sus diálogos con David Bohm,
establecía la diferencia entre el cerebro y la mente, en el sentido de que la
mente puede valerse del cerebro, no así el cerebro de aquella. El cerebro,
habiendo explorado las posibilidades de su experiencia de un modo amable,
sensato, la descarta completamente, así como el instrumento que ha salido de
ella: el movimiento de nuestro pensamiento. La disolución de ese movimiento no
está al alcance de uno, como decíamos, todo lo que uno haga en este campo se
encuentra dentro de dicho movimiento; tan sólo puedes observar, mirar el
movimiento, al tiempo que miramos el movimiento del que está mirando el
movimiento, es ahí donde se produce un salto cualitativo -esto exige absoluta
inmovilidad física-. Pero esto ha de descubrirlo uno por sí mismo, nadie puede
contártelo. Krishnamurti hablaba de la meditación como un simple proceso de
observación en quietud, tal como uno puede observar una lagartija moviéndose
sobre una roca. De observar de una manera desafectada el movimiento del
pensamiento. No existe intención en la meditación tan sólo pura atención. ¿Cuál
es la significación de semejante acto?
Como puede verse hasta aquí es un acto de libertad pura: sin
reacción alguna ante lo que uno observa internamente, desligándose de uno mismo,
de tu historia personal; ver que esa historia no es tan personal como parece,
que pertenece, es reproducida, por miles, millones de seres humanos. Es comenzar
a leer la historia interna de la humanidad, historia interna que en última
instancia crea el caos en el que participamos.
Y desde ahí sigue cuestionando: ¿es posible para el ser
humano terminar con todo ese movimiento de conflicto y de dolor? ¿O es este
movimiento inherente a su condición como especie?
Volvamos a ver todo lo expuesto. Está el ser humano con su
extraordinario pensamiento, capaz de crear cosas increíbles, capaz de lanzar
seres humanos al espacio. Sin embargo, ese mismo pensamiento que aplicado en el
campo de la ciencia, del descubrir científico, ha adquirido un desarrollo y una
importancia extraordinaria, inhibe la capacidad de danzar con la belleza de la
vida. Ese acumular, termina por copar toda nuestra vida interna, toda nuestra
existencia, convirtiéndola en un caos y a veces en una maldición, porque como
decíamos, ese movimiento necesariamente ha de ser parcial, carece de la
capacidad de ser completo, holístico, está prisionero de la memoria, y en última
instancia lleva el germen de la división y del conflicto.
Ser luz para uno mismo
Pero el ser humano es mucho más que su cerebro. Este mismo
ser humano tiene la capacidad de observar, de vivir con lo que es, un vivir en
contacto con lo que hay en el instante; lo cual trae su propia inteligencia, su
propia acción, su propia comprensión.
Esto no guarda relación alguna con lo que algún libro o
artículo pueda contarte, es el arte de comenzar a ser luz para uno mismo, a ser
uno su propio maestro y su propio discípulo: nadie puede contarte lo que es tu
propio florecer. La plenitud del ser humano según este maestro estribaba en
conjugar la mente religiosa y la mente científica, como una sola, una mente
capaz de utilizar el cerebro, el pensamiento, de una forma excelsa, con un
rendimiento extraordinario -porque carece de carga, del conflicto que es lo que
la desgasta y deteriora-, al tiempo que muere psicológicamente a la memoria, a
todo el pasado. Al tiempo que es capaz de dejar la puerta abierta, de estar
accesible a la frescura, a la creación, al movimiento que esta más allá del
tiempo; accesible a un florecer como seres humanos que no es del pensamiento.
Por último, en Krishnamurti siempre sorprende la facilidad
con la que se desenvolvía en aquellos ámbitos, de los que todo ser humano es
partícipe: amor, belleza, compasión, religión, ya que forman parte de la vida,
del cosmos, de la inteligencia que sustenta este movimiento del universo.
Toda esa energía tiene que ver con la belleza, con la
frescura, con la libertad, con la creación de instante en instante, con el amor,
con la inmensidad de un movimiento inabordable por el pensamiento, donde no hay
separación.
Un reto para el ser humano, un salto para este cerebro tan
limitado, la posibilidad de descubrir, de adentrarse en un estado de conciencia
que no le pertenece, que utiliza el pensamiento de un modo extraordinario, que
le permite que florezca y no se deteriore, por culpa del dolor, los años que le
toquen vivir en esta hermosa tierra.