“No hay nada
tan patético como una multitud de espectadores inmóviles presenciando
con indiferencia o entusiasmo el enfrentamiento desigual entre un noble toro
y una cuadrilla de matones desequilibrados destrozando a un animal inocente
que no entiende la razón de su dolor…
Un baño de sangre anual de mil millones de euros”
Crueldad y decepción
Las corridas de toros son un espectáculo bochornoso en tres actos, de
unos veinte minutos de duración, que escenifica la falsa superioridad
y la fascinación enfermiza con la sangre y la carne de la que se alimentan,
contra toda lógica ética y dietética, quienes creen tener
un derecho divino a disponer a su antojo de la vida de otros seres sensibles,
llegando incluso a justificar y trivializar la muerte del toro como arte y diversión;
un comportamiento patológico que nace de una incapacidad para afrontar
el dolor de las víctimas y una morbosidad irrefrenable ante la posibilidad
de ser testigo directo de alguna cornada, o de la muerte del matador; un riesgo
fortuito, infrecuente (un torero por cada 40.000 toros sacrificados), y sobre
todo evitable que, sin embargo, incrementa el carácter macabro de la
corrida.
Una caridad cruel e insolidaria
Igual que los carniceros y las guerras, las corridas de toros tienen mala imagen,
y no es fácil presentar la muerte como arte, comida o libertad. Pero
si el requisito para un festín es la matanza de un animal, y los tiros
son los precursores de la libertad, quienes se lucran fomentando la diversión
a costa de la vida animal también necesitan justificar y enfocar la atención
de los consumidores y usuarios en la supuesta utilidad de sus productos y servicios
apoyando obras de interés social; por ejemplo, a través de una
corrida de beneficencia, un acto aberrante e insolidario que, sin embargo, puede
servir de reclamo al tranquilizar algunas conciencias, sobre todo si el baño
de sangre beneficia supuestamente a un asilo de ancianos, las hermanitas de
los pobres, una asociación que defiende a los discapacitados como la
Fundación Padre Arrupe, o instituciones como la Asociación Española
Contra el Cáncer o la Cruz Roja, que también entró a formar
parte del negocio taurino con la explotación del servicio de alquiler
de almohadillas en la plaza de Sevilla.
La destrucción de cualquier vida, supuestamente en beneficio de los demás,
es éticamente inaceptable; pero esto no impidió a las monjas de
la Hermandad del Santo Cristo del Consuelo y Nuestra Señora de los Desamparados
celebrar el año pasado en Ciudad Real una novillada o “festival
taurino-religioso”, incumpliendo el artículo 2.418 del catecismo,
donde se dice que hacer sufrir a los animales va contra la dignidad humana.
Otro ejemplo pintoresco, impropio de una sociedad democrática y civilizada,
que no guarda relación con una actitud solidaria y humanitaria hacia
los discapacitados y los animales, tuvo lugar en Alcuéscar, Cáceres,
donde el alcalde construyó con dinero público una rampa y una
zona especial para que 80 espectadores en sillas de ruedas pudieran ser testigos
de un linchamiento repugnante de animales físicamente sanos. La Diputación
de Málaga también se ha sumado a este inusitado interés
taurino por los discapacitados físicos, aportando dinero público
para que la plaza de La Malagueta sea la primera del país en instalar
un ascensor para minusválidos, que previamente eran trasladados en brazos
por los empleados, habilitando el ruedo para todos los públicos, con
la creación de rampas de acceso a la plaza y una barandilla para sujetar
las sillas de ruedas.
Las administraciones públicas, propietarias del 65% de las más
de trescientas plazas de toros españolas, a pesar de las quejas de la
inmensa mayoría de los contribuyentes que no desean apoyar con sus impuestos
esta barbarie nacional que los intereses taurinos tratan desesperadamente de
mantener e incentivar, siguen exigiendo un mayor número de corridas en
los pliegos de adjudicación de los concursos taurinos; una carnicería
anual, estéticamente impresentable que, con más de mil representaciones
escenificando la masacre de un pacífico animal herbívoro que acaba
en el desolladero, amenaza con ahogar con sangre, incluso, el interés
de sus más fieles e incondicionales cómplices, ética y
físicamente discapacitados, de una cobardía que a todos envilece.
Una siniestra farsa impuesta como fiesta nacional
Detrás de la barrera que les aisla de la sangre, los aficionados y curiosos,
adictos a la muerte y al dolor ajeno, se jactan de alimentar un biocidio aberrante
y estéril con la compra de abonos que les permiten ver hasta la saciedad
un espectáculo nauseabundo en el que se torturan, uno tras otro, miles
de veces, seis magníficos animales, condicionados desde el nacimiento
para representar, junto con el caballo, el papel más funesto de un fatídico
guión, dividido en tres “suertes”, en las que unos siniestros
mercenarios muestran su desprecio a la vida, acosando y “castigando”
a un noble toro, manipulado y traicionado, con arpones y picas afiladas, hasta
que muere, asfixiado o ahogado en su propia sangre con los pulmones destrozados
por la espada del matador, o apuntillado con un puñal con el que intentan
seccionarle la médula espinal. Pudiendo haber sido sometido, según
estudios veterinarios, a toda clase de mortificaciones fraudulentas, incluyendo,
además del afeitado (del cual, según el artículo 47.2 del
reglamento de 1996, son supuestamente responsables los ganaderos), el suministro
de fármacos y purgantes, que actúan como hipnotizantes y tranquilizantes,
pudiendo producir falta de coordinación del aparato locomotor y defectos
de la visión antes de comenzar la farsa taurina y ser descuartizado por
los picadores, que le clavan el hierro de la puya en el morrillo, abriendo,
a modo de palanca, un tremendo agujero con la cruceta, cortando y destrozando
los tendones, ligamentos y músculos de la nuca para obligarle a bajar
la cabeza y poderle matar más fácilmente. Continuando con el suplicio
de las banderillas; tres pares de arpones de acero cortante y punzante (llamadas
también “alegradores”), que le rompen la cerviz, quitándole
fuerza y vitalidad, antes de ser estoqueado por los sicarios de la espada y
el puñal; una labor premiada con las orejas, rabos y patas arrancadas
de sus víctimas, incluso antes de su muerte, como trofeos que testifican
el grado de deshumanización de sus cobardes verdugos y quienes les alientan
con el griterío inconsciente o un silencio cómplice.
Las corridas de toros, además de carecer de sentido ético y apoyo
social, fomentan el desprecio hacia los animales y la insolidaridad entre los
ciudadanos, acostumbrados a permanecer impasibles ante el linchamiento de un
ser vivo. No siendo tampoco un espectáculo que cuente con el apoyo incondicional
de sus más fervientes aficionados que protestan contra “la invalidez
de los pseudotoros” y el incumplimiento reiterado de las normas que regulan
la tortura del animal, cada vez más debilitado y “falto de casta”,
que sufre la dolorosa indignidad del afeitado, una práctica que implica
el corte de un trozo de pitón, dentro del mueco donde se le inmoviliza,
sufriendo el llamado lumbago traumático, y destrozándose los músculos
y tendones al luchar desesperadamente por librarse del yugo que sujeta su cabeza,
saliendo desvencijado en el cajón hacia los corrales de la plaza, a donde
llega tullido y sin fuerzas para afrontar los desgarradores puyazos que le inflinge
el picador. Un vergonzoso fraude, tolerado y muy extendido, según los
propios taurinos, que debería bastar para condenar y aislar públicamente
a los matones que han impuesto, con el beneplácito institucional de sus
vasallos políticos, este sucio negocio como emblema de la España
negra y “fiesta nacional”.
El “arte de matar”: como modelo educativo, religioso y cultural
Aunque haya disminuido el apoyo popular a las corridas de toros, el fin de las
fiestas crueles dependerá del grado de respaldo de los medios de comunicación,
de los intereses económicos y de las instituciones públicas y
religiosas que tradicionalmente las han justificado y mantenido, política
y materialmente, a cambio de vender su alma al diablo o al mejor postor, permitiendo
la implantación del “status quo” taurino y la pérdida
de valores éticos y religiosos del modelo egoísta de sociedad
actual, intolerante y cruel, que se manifiesta a través de las retransmisiones
taurinas, la violencia deportiva y doméstica y la telebasura en general,
con el silencio cómplice, egoísta o ignorante de los votantes
que legitiman activa o pasivamente la violencia institucionalizada sin comprender
el origen de los conflictos sociales y las guerras locales y transnacionales
que condicionan e hipotecan el presente y el futuro de la humanidad.
El fomento de la crueldad y el desprecio a la vida llega incluso a redefinir
y condicionar el comportamiento y la identidad cultural de los aficionados a
la sangre, a través de nuevos videojuegos como “Torero, arte y
pasión en la arena”, con una opción, presentada por un conocido
torero, que enseña a dos jugadores las técnicas más refinadas
para torturar y matar a sus víctimas virtuales o potenciales. Al igual
que los esfuerzos, claramente tendenciosos para presentar una corrida de toros
simbólicamente, con descaro o sutileza, como una expresión artística
fascinante y respetable, a través del cine o del teatro, en obras como
“Carmen” y “Don Juan en los ruedos”, de Salvador Távora,
que llenan los escenarios de sangre real, vertida para satisfacer el morbo de
los espectadores, o la película “Hable con ella”, del director
Pedro Almodóvar, quien organizó corridas de muerte en Madrid y
Guadalajara, que costaron la vida a varios toros, destruyendo la magia incruenta
del cine para manchar de sangre a los espectadores y hacerles cómplices
involuntarios de una atrocidad éticamente incomprensible e injustificable.
Uno de los factores que contribuyen a mantener y fomentar las corridas de toros
es el aporte de dinero público de las instituciones locales y regionales
a las escuelas taurinas, que surgieron junto a los antiguos mataderos municipales,
donde se entrena a niños de doce y catorce años en “el arte
de matar”, mediante competiciones y prácticas con terneros y vacas,
que sufren atroces heridas e incluso, como en la escuela taurina de Madrid,
mutilaciones de las orejas y el rabo antes de morir. Barbaridades que forman
parte del ritual tauricida de las corridas, apoyadas y justificadas por representantes
taurinos de la cultura, como el escritor y catedrático de ética
de la Universidad Complutense de Madrid, defensor de las corridas de toros y
de las víctimas del terrorismo, Fernando Savater, quien se jacta de que
“las barbaridades a veces también tienen su mérito, su estética
y su ética”, justificando demagógicamente la crueldad por
no ser, según él, “el objetivo de la diversión”,
sino “un ingrediente necesario”.
El gobierno de Andalucía, que también apoya las corridas de toros,
justifica las escuelas taurinas que subvenciona haciendo una lectura parcial
de los artículos 35 y 46 de la Constitución Española, que
tratan del derecho al trabajo y la libre elección de un empleo o una
profesión, así como el fomento y conservación del patrimonio
cultural español, sin tener en cuenta el artículo 14, que trata
del derecho a la vida, sin miedo a la tortura y a un trato inhumano y degradante,
que convenientemente no se aplica a los toros y caballos víctimas de
las corridas.
Otros factores económicos que contribuyen a mantener las corridas son
la asistencia, nada grata, del turista ocasional que apoya, a menudo involuntariamente,
el morboso espectáculo y la diversificación económica de
los ruedos. Asimismo, mientras algunos ganaderos se benefician de la ayuda económica
de la Unión Europea, destinada a la producción de carne, otras
subvenciones públicas permiten la celebración de corridas de toros
en pueblos y ciudades que carecen de medios económicos para organizarlas
por su cuenta. La venta de carne de los animales sacrificados a los gourmets
taurinos, que ignoran o desean ignorar la importante liberación de toxinas
producida por el estrés de las víctimas y las enfermedades habituales
relacionadas con su consumo, como tuberculosis, nefritis y parasitosis hepática,
también contribuye a hacer más rentable la masacre taurina.
A pesar de la falta de apoyo público por los espectáculos crueles
de las últimas estadísticas, coincidiendo con el auge del vegetarianismo/veganismo
y la búsqueda de valores espirituales basados en el respeto a la vida;
sin absurdas excepciones antropocéntricas o religiosas, la mafia taurina,
que nunca en su macabra historia ha querido saber de leyes de protección
animal (incompatibles con su actividad tauricida, destructora de hombres y caballos),
trata desesperadamente de retrasar el inevitable fin de una sangrienta dictadura
que extiende sus tentáculos por los satélites taurinos de Europa,
América y otros feudos potenciales, imponiendo un espectáculo
denigrante y remodelando o proyectando nuevos centros de tortura multiuso, con
cubierta o techo retráctil, para subvencionar y equiparar el martirio
de animales con otros espectáculos musicales y artísticos más
lucrativos, como el centro multimillonario de la ciudad de Burgos, previsto
para el 2004.
Una perspectiva histórica
Aunque las corridas de toros sean un espectáculo singular y vergonzosamente
español, su origen se remonta a los sangrientos juegos romanos y las
crueles venationes en las que se mataban miles de animales para divertir a un
público sediento de sangre y fuertes emociones. Según cuenta Plinio
el Viejo, en su Historia Natural, Julio César introdujo en los juegos
circenses la lucha entre el toro y el matador armado con espada y escudo, además
de la “corrida” de un toro a quien el caballero desmontando derribaba
sujetándolo por los cuernos. Otra figura de aquella época, según
Ovidio, fue el llamado Karpóforo, que obligaba al toro a embestir utilizando
un pañuelo rojo. El sacrificio de toros también se incluía
entre los ritos y costumbres que los romanos introdujeron en Hispania.
En Creta, además del relato de la mitología griega que cuenta
las aventuras de Ariadna, hija del rey Minos, y Teseo, que mató al Minotauro,
hay constancia de la celebración de juegos en la plaza de Cnossos, en
cuyo palacio, conocido por el Laberinto, pueden verse frescos que muestran a
hombres y mujeres en escenas de tauromaquia, guiados quizá por los mismos
mitos y la ignorancia insensata que permite caracterizar a un pacífico
animal como un monstruo o enemigo virtual, convirtiéndole en víctima
real de nuestro fracaso evolutivo como seres humanos, para poder traficar con
la vida y el dolor de cuantos carecen arbitriamente de nuestros inmerecidos
privilegios.
El acoso y la matanza de toros en España como ritual de diversión
La primera referencia histórica de una corrida data de 1080, como parte
del programa de festejos de la boda del infante Sancho de Estrada, en Ávila.
Existiendo una conexión psicológica entre la corrida y estas celebraciones
por la simbología ritual libidinosa imaginaria entre toro y torero, o
entre lo masculino y lo femenino, con ramificaciones en el folklore y las fiestas
populares, así como la relación libidinal entre el público
y el torero, y otros elementos menos visibles que manifiestan todo un espectro
de deseos, traumas y pasiones malsanas y enfermizas.
Aunque varios escritores apuntan que el Cid Campeador, Rodrigo Díaz de
Vivar, fue el primer caballero español que alanceó toros, según
Plinio, la práctica la introdujo Julio César, atacando él
mismo con una pica a los toros a caballo. Una costumbre que los moros consideraban
menos peligrosa que los torneos entre cristianos, que les preparaban para las
batallas en las que los hombres se mataban del mismo modo.
Durante la Edad Media la corrida de toros se desarrolla y es monopolizada gradualmente
por la nobleza que, influenciada por la galantería y el mal ejemplo de
los reyes, como sucede en España en la actualidad, se disputaba la notoriedad
pública, las atenciones de las damas y el respeto de los demás,
exhibiendo su “valor” y gallardía, acosando y alanceando
toros, considerados como enemigos totémicos de gran poder defensivo.
La reina Isabel la Católica rechazó las corridas de toros, pero
no las prohibió, mientras que el emperador Carlos V se distinguió
por su afición y mató un toro de una lanzada en Valladolid para
celebrar el nacimiento de su hijo Felipe II, en cuyo reinado se promulgaron
las primeras condenas eclesiásticas.
La complicidad del poder y la iglesia con las corridas de toros
En 1565 un concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, declaró
las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y en 1567 el
Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo
la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando
con la excomunión a quienes las apoyaban, pero su sucesor Gregorio XIII
modera el rigor de la bula de San Pío V, conforme al deseo de Felipe
II de levantar la excomunión. En 1585, Sixto V vuelve a poner en vigor
la condenación, que a su vez es cancelada en 1596 por Clemente VIII.
Felipe III renovó y perfeccionó la plaza mayor de Madrid en 1619,
con capacidad para casi sesenta mil participantes, y Felipe IV, además
de alancear toros y matar uno de un arcabuzazo en la Huerta de la Priora, estoqueó
a muerte a más de cuatrocientos jabalíes.
Durante los siglos XVI y XVII, en España y el sur de Francia ya se practicaba
la suelta de vaquillas y toros por calles y plazas, y otros festejos como los
toros de fuego y los toros embolados, ensogados o enmaromados, comparables en
crueldad con el espectáculo aristocrático de la corrida en el
que el caballero tenía un papel preponderante en el acoso y muerte del
toro, que también sufría las mil provocaciones que le causaban
los peones desde los burladeros o caponeras, los arpones que la chusma le clavaban
y los arañazos de algunos gatos introducidos en algún tonel que
el toro desbarataba. En Sevilla, se documenta una corrida, a cargo de la cofradía
de Santa Ana, con “seis o doce toros con cinteros y sogas para regocijo
del pueblo”, llegando a generalizarse en las grandes corridas a caballo,
con rejones, la provisión de un primer toro “para que sea burlado,
humillado y muerto por el pueblo de a pie”.
El entusiasmo de la nobleza por las corridas se mantuvo durante el reinado de
Carlos II, pero a partir del siglo XVIII, cuando la nobleza se desentendió
del toreo a caballo, a raíz de la prohibición de Felipe V de las
llamadas “fiestas de los cuernos” (también rehusó
participar en un auto de fe organizado en su nombre al principio de su reinado),
se impuso el protagonismo plebeyo en el toreo a pie, con la novedad de la muerte
del toro a manos de la gente más vil y poco refinada vinculada con el
abasto de carne y los mataderos, donde desarrollaron su particular modalidad
tauricida hasta formar en el siglo XVII cuadrillas de peones o chulos provistos
de capas, que se unieron a los patéticos y despiadados jinetes (varilargueros),
para correr (provocar el acoso del toro), doblar (hacerle dar vueltas bruscamente
con el engaño), pinchar y rematar (desjarretar) a los toros agotados
que rehuían el doloroso encuentro con sus verdugos a caballo y los perros
de presa. Pasando de ser el enfrentamiento con el toro un entrenamiento “deportivo”
a un negocio lucrativo que siguió contando con el apoyo real para erigir
en la Puerta de Alcalá de Madrid la vieja plaza de obra de fábrica,
donada por Fernando VI a la Real Junta de Hospitales, que fue inaugurada en
1754.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se destinan extensas tierras para
pastos, mientras el matador de toros alcanza renombre como espada y se consuma
la dictadura taurina, al margen de la ley, con la proliferación de plazas
permanentes, al estilo de los coliseos romanos, como un cáncer de la
razón, con la consiguiente perversión y vulgarización de
las malas costumbres y la pérdida de valores éticos y sociales
que los españoles ilustrados trataron de corregir, sin éxito,
con una legislación más humanitaria y socialmente acertada.
La conciencia humanitaria ilustrada y el despotismo taurino
A finales del siglo XVIII, una iniciativa para civilizar las costumbres del
país del conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III
y presidente del Consejo de Castilla, desembocó en la promulgación
de la Real Orden de 23 de marzo de 1778, que prohibía las corridas de
toros de muerte en todo el reino, con excepción de aquéllas destinadas
a sufragar, “por vía de arbitrio”, algún gasto de
utilidad pública o fines benéficos, siendo éstas prohibidas
también posteriormente por la “pragmática-sanción
en fuerza de ley” de 9 de noviembre de 1785, que contemplaba su “cesación
o suspensión”. Finalmente, por el decreto de 7 de septiembre de
1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin
excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal
o perpetuo a cualquier organismo como “las Maestranzas u otro cualquiera
cuerpo”. En 1790, otra “Real Provisión de los señores
del Consejo”, erradicaba, no sólo la versión espectáculo
de la recién inventada “corrida moderna”, sino cualquier
celebración que tuviera al toro como víctima protagonista, en
virtud de la cual se prohibía “por punto general el abuso de correr
por las calles novillos y toros que llaman de cuerda, así de día
como de noche”. En 1805, otro real decreto de Carlos IV reiteraba la abolición
de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar, aunque
se toleraban algunas excepciones con fines benéficos. Prohibición
que dejó de ser efectiva incluso antes de la llegada de Fernando VII,
el rey absolutista que restaura el tribunal de la inquisición (abolido
en 1808) y da su apoyo a las corridas, mientras suprime las libertades y la
constitución de 1812. Cerrando las aulas de la Universidad en todo el
reino, al mismo tiempo que crea, en 1830, la primera escuela de tauromaquia,
con sede en el matadero sevillano, que sería cerrada tras su muerte,
en 1834, bajo la regencia de María Cristina.
El deseo de la mafia taurina de afianzar su poder e imponer su espectáculo
a toda costa a la población española incrementa el ritmo de construcción
de circos de muerte a lo largo del siglo XIX (en respuesta a la prohibición
legal de las corridas), en cuyo período se erigen y se aumenta la capacidad
de la mayoría de los que hoy están en uso. Provocando el apasionado
clamor literario de la poetisa española Carolina Coronado (1823-1911)
contra la profusión de circos taurinos, en su poesía Sobre la
construcción de nuevas plazas de toros en España.
Durante el siglo XIX se regula la matanza de los toros al margen de la ley,
publicándose en 1836 la Tauromaquia completa, mientras se organizan espectáculos
en los que participan perros y otras especies animales, al más puro estilo
del antiguo circo romano, como el enfrentamiento que tuvo lugar en Madrid entre
un toro y un elefante en 1898.
La muerte de miles de caballos, horriblemente destripados, convierte las corridas
de toros en verdaderas carnicerías que acaban reduciendo la población
equina a la mitad en el último tercio del fin de siglo, lo que motiva
la introducción en 1928 del peto, una colcha protectora de invención
francesa, que no elimina el sufrimiento del caballo, pero evita herir la sensibilidad
de los espectadores que menos toleran la sangre.
Los ganaderos manipulan el comportamiento y la fuerza del toro reduciendo su
tamaño y fabricando un animal acomodaticio por medio de sucesivos cruzamientos
para adaptarles al ritual taurino “moderno”.
Pablo Iglesias (1850-1925), figura indiscutida del Partido Socialista (PSOE)
desde su legalización en 1881, condena públicamente las corridas
de toros; pero es su propio partido el que las legaliza de nuevo en España
mediante el Real Decreto 176/1992, de Juan Carlos I, que, lejos de tipificar
la crueldad como delito como corresponde a un gobierno constitucional democrático,
establece las medidas para fomentar la barbarie taurina “en atención
a la tradición y vigencia cultural de la fiesta de los toros”,
especificando las características y el tamaño de las armas, legalmente
homologadas, que los verdugos deben emplear para torturar a sus víctimas,
como las banderillas; más largas que hace dos siglos, las banderillas
negras (que reemplazaron a las de fuego con cartuchos de pólvora), para
aterrorizar al toro manso que no colabora con sus verdugos, así como
la puya o pica, la espada o estoque y la puntilla propia del matadero y el arsenal
taurino.
El negocio taurino fuera de España: una cuestión de vida
y muerte
Las corridas de toros en América, Francia y Portugal atravesaron las
mismas vicisitudes que en España, decretándose prohibiciones civiles
y eclesiásticas que, salvo algunas excepciones, no se respetaron, aunque
contribuyeran al desarrollo de un estilo diferente de espectáculo, igualmente
cruel, basado en el tormento y la muerte de un animal sensible.
En Francia, la entrada en vigor de la ley Grammont prohibiendo las corridas
de toros el 2 de julio de 1850, no impidió la introducción de
las corridas de muerte al estilo español, para satisfacer a la emperatriz
española, Eugenia de Montijo, que intervino personalmente para solicitar
la suspensión de la prohibición que afectaba a una serie de corridas
en Bayona, programadas para el verano de 1853, en las que murieron 19 toros
y 39 caballos. A pesar de lo cual, las corridas siguieron estando legalmente
prohibidas durante cien años en todo el territorio nacional, hasta la
adopción, por el Consejo de la República, el 12 de abril de 1951,
de una proposición de ley declarando que la ley anterior “no era
aplicable a las corridas de toros cuando una tradición ininterrumpida
podía ser invocada”.
Temiendo que una mayor preocupación por los derechos de los animales
haga más difícil mantener engañada a la opinión
pública mundial, la mafia taurina trata desesperadamente de exportar
su esperpéntico espectáculo a cualquier país sin ninguna
tradición taurina como Egipto y Rusia, o a otras ciudades de Francia
como París, donde intentaron organizar una corrida, en junio de 2002;
o Carcasona, donde se montó una corrida por primera vez desde 1954, después
de que el alcalde y la corte superior de justicia hicieran prevalecer la escapatoria
legal de que existe “una tradición local ininterrumpida”,
una disposición que excluye a las corridas de toros y peleas de gallos
de las sanciones previstas en la actualidad para el maltrato de animales en
la ley francesa de protección de los animales del 15 de julio de 1976.
“Según una encuesta francesa de 1993, el 83% de la población
está en contra de las corridas de toros, y sólo las apoya un 11%”.
En Portugal, donde la crueldad y el sufrimiento de los animales es similar al
resto de la península, a pesar de la prohibición de las corridas
de muerte al estilo español en 1928, la tradición de matar a los
toros en las plazas de las ciudades fronterizas con España continúa
en lugares como Villa de Barrancos, donde las autoridades las han permitido
durante décadas. Paradójicamente, una nueva ley permitirá
nuevamente la matanza del toro en los ruedos, en las ciudades que puedan demostrar
haber mantenido ininterrumpidamente la costumbre de matar toros y de haber incumplido
sistemáticamente la ley durante al menos cincuenta años.
Los falsos argumentos utilitaristas en defensa de las tradiciones para justificar
la tortura de los toros no justifican de ninguna manera ningún acto basado
en el suplicio gratuito de nuevas especies animales, pero el abuso sistemático
de animales de cualquier especie acaba insensibilizando a la opinión
pública ante el sufrimiento animal, permitiendo, por ejemplo, incluso
encierros de avestruces en Aragón y en poblaciones como Fuengirola, sin
tener en cuenta las consecuencias físicas, psicológicas, morales
o éticas para las víctimas involuntarias o para quienes participan
de buena gana en cualquier espectáculo cruel y degradante.
Si deseamos atajar la violencia contra los animales de cualquier especie y empezar
a construir una sociedad basada en el respeto a la vida y a los demás,
debemos avanzar en la dirección más humanitaria de otros países
de la Unión Europea como Alemania, Italia o el Reino Unido, y mejorar
el estatuto de los animales en España y otros países como Portugal,
Francia, México, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, condenando
sin paliativos la tortura de cualquier ser vivo a nivel europeo e internacional
y reformando el artículo 632 del Código Penal español,
que es totalmente ineficaz para prevenir los casos de crueldad con los animales,
ya que sólo se aplica a los espectáculos no autorizados legalmente,
en cuyo caso el maltrato sólo está castigado como una falta, con
una multa.
El despertar de la conciencia pública
Los continuos esfuerzos de las instituciones en apoyo de las corridas de toros
y las fiestas crueles, en las que se torturan animales de varias especies en
la España democrática, se enfrentan al creciente rechazo de una
juventud más crítica que busca una relación más
sincera y armoniosa con los animales y la naturaleza, y a una opinión
pública más escéptica y dispuesta a cuestionar, no sólo
la calidad y el origen de los alimentos, sino también las diversiones
más aberrantes. Lo cual posibilitaría el fin de la permanente
sangría nacional y un mayor progreso económico, social y cultural
del país haciendo realidad el sueño de erradicar las costumbres
violentas, insolidarias y crueles, como las corridas de toros, prohibidas hace
más de dos siglos por nuestros ilustres antepasados como una enfermedad
social que se manifiesta, de múltiples formas, destruyendo nuestra sensibilidad
y el sentido ético y estético de cuantos aceptan como normal que
las partes mutiladas de un animal herbívoro pacífico sirvan de
recompensa a sus verdugos, y fomentando incluso el machismo y la violencia de
genero; ya que si se acepta que un ser vivo pueda ser torturado por lucro y
diversión, también la condición humana puede ser objeto
de la misma consideración.
José Vargas Ponce, capitán de fragata, miembro y director de la
Real Academia de la Historia, y notable erudito, amigo de los principales ilustrados
de la época, como Jovellanos y Villanueva, resumió en su Disertación
sobre las corridas de toros, escrita en 1807, todos los argumentos antitaurinos
del siglo XVIII, trabajo que, lamentablemente, no trascendió más
allá del limitado círculo académico, quedando inédito
en los archivos hasta 1961, cuando Julio Guillén Tato, otro marino académico,
editó la Disertación y alguna documentación complementaria,
en la que el autor condena las diversas perversiones que se resumen en la corrida
de toros: “¿Será posible que espectáculo por tantos
títulos bárbaro, expuesto e indecoroso, haya tolerado siglos y
siglos, sin repugnarlo, la gente española?”. En otro apartado sobre
los perniciosos efectos que este espectáculo produce en el carácter
colectivo de los españoles, dice: “Esto es en el fondo el objeto
de cada corrida; esto es lo que representa y multiplica las escenas: fiereza
procurada por el hombre, daños y carnicerías voluntarias, dechados
perennes de crueldad y de ingratitud, y sangre vertida y mezclas de sangres,
y siempre sangre y más sangre. Pues si estos son los ejemplos de los
toros, ¿qué pueden producir los toros? Dureza de corazón,
destierro de la dulce sensibilidad y formas tan despiadadas y crueles como el
espectáculo que miran”.
Las corridas de toros y los derechos naturales de los seres vivos.
El significado histórico de los derechos civiles, la libertad de expresión
y la extensión de los derechos naturales a los seres humanos y a los
animales, por primera vez con criterios puramente humanitarios, surgió
de una profunda reevaluación de los valores éticos y las prioridades
humanas que permitió cuestionar cualquier forma de explotación
animal como la domesticación de animales, que es un modelo para el sometimiento
social, al igual que la caza, que históricamente ha representado una
afirmación de poder y virilidad, y la vivisección que, además
de una atrocidad científica, hipoteca nuestra salud, haciéndonos
rehenes de los criterios mercantilistas de la industria farmacéutica,
que no concibe la salud sin el recurso obligado a las medicinas.
Para hacer frente a las corridas de toros como una costumbre cruel e institucionalizada,
antes es necesario entender la relación existente entre este arcaico
espectáculo y la primitiva escala de valores de la cultura carnívora
en la que se sustenta, que considera a los seres humanos y a otros seres vivos
como enemigos potenciales a quienes es posible dominar o sojuzgar, además
de consumir sus despojos. Dado que una forma de explotación suele justificar
la otra, y ambas pertenecen a una mitología que aparta a los animales
de nuestro ámbito moral.
Joseph Ritson (1752-1803), decía en 1802, en su Ensayo moral sobre la
abstinencia, que la relación entre el consumo de animales y el comportamiento
cruel y despiadado del ser humano, es un hecho históricamente demostrado.
Y que el origen de los mal llamados deportes bárbaros e insensibles de
los ingleses, como las carreras de caballos, la caza, el tiro con escopeta,
el acoso con toros y osos, las peleas de gallos, los combates profesionales
de boxeo, y otros tantos, está en la adicción a la carne.
El vegetarianismo como base del progreso social y cultural
Las raíces del movimiento vegetariano, que llegaría a ser la base
de las campañas en pro de los animales y sus derechos, tienen su origen
en los ideales de la Ilustración y de quienes han creído y luchado
por un mundo más justo para los seres humanos y los animales; intelectuales
ilustrados como el conde de Aranda (1719-98), diplomático y primer ministro
de Carlos III, y Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), jurisconsulto, estadista
y escritor, se caracterizaron por su rechazo frontal a las corridas de toros,
promoviendo la cultura, el bienestar social y la mejora de las costumbres. Cuya
influencia se dejó sentir en toda la generación de los literatos
del 98 que, con la excepción de Valle-Inclán, se opusieron a las
corridas de toros. Miguel de Unamuno transformó el antiguo lema de Pan
y Juegos en Pan y Toros, criticando a las masas que acudían a las corridas
en busca de una macabra y sangrienta diversión, mientras que Pío
Baroja expresó su preocupación por el sufrimiento de los animales.
Los libros de Tomas Payne (1737-1809), “Sentido común” y
“Los derechos del hombre”, cuya influencia marcó el curso
de la historia de la humanidad, y Joseph Ritson, quien creía que los
sacrificios rituales de animales permitieron que el ser humano empezara a comer
carne, representaron los ideales de la Ilustración para todos aquellos
que creían en un nuevo concepto universal de la justicia para los seres
humanos y los animales, sentando las bases del movimiento vegetariano internacional
del que forman parte organizaciones como la Unión Vegetariana Internacional
(IVU) y diversas asociaciones veganas internacionales que promueven un estilo
de vida más sano y solidario, basado en una alimentación de origen
vegetal, que rechaza y condena el maltrato de los animales y su explotación
para la producción de alimentos, cuya comercialización y consumo
impiden la adopción de medidas necesarias, justas y responsables a favor
del bienestar de los animales, y el movimiento global para la defensa de sus
derechos, un colectivo al que pertenecen también varias asociaciones
españolas como Amnistía Animal, ADDA, ALA, ANPBA, ASANDA, ATEA,
Derechos para los Animales, OLGA, etc., que defienden los derechos de los animales
y condenan la crueldad institucionalizada de las corridas, canalizando la indignación
pública hacia estos espectáculos, como en la primera marcha antitaurina
de la primavera de 1987 a la plaza de las Ventas de Madrid. Protestas que no
siempre reciben la atención adecuada de los medios de comunicación
por temor a perder los favores políticos y económicos de los intereses
taurinos e institucionales que las apoyan.
Por un futuro sin diversiones sangrientas
El mayor rechazo de la sociedad a las guerras y los espectáculos crueles
en los que se torturan y matan animales por lucro y diversión, debería
generar una actitud menos tolerante con la violencia que sufren los animales
y degrada a toda la sociedad; sin embargo, aunque algunos festejos crueles,
como el lanzamiento de una cabra del campanario de la iglesia de Manganeses,
ya no se permitan; otros, como el “Toro de la Vega”, que consiste
en perseguir a un toro por el campo hasta matarlo con una lanza para disputarse
sus testículos como trofeo, encuentran su justificación en las
corridas de toros y siguen contando con el suficiente apoyo institucional, representado
por intereses taurinos, que no permiten educar a la sociedad a valorar por igual
a todas las víctimas de la violencia, impidiendo la adopción y
ejecución de una verdadera ley estatal de protección animal, acorde
con una sociedad democrática evolucionada que respeta los intereses de
los más vulnerables.
Si podemos establecer que somos lo que comemos y rechazamos la violencia relacionada
con el consumo de carne, también debemos dejar vivir a los demás.
Si nuestros alimentos son nuestra medicina, también pueden permitirnos
redefinir el significado de lo que llamamos diversión y lograr alimentar
el espíritu, o el alma, aprendiendo a apreciar los alimentos obtenidos
sin violencia ni crueldad. Si realmente somos seres compasivos, cada uno de
nosotros debemos ser parte de la solución y pedir la abolición
de las corridas de toros y de toda su simbología supremacista que hace
una fiesta del dolor, centrando nuestros esfuerzos en debilitar los cimientos
políticos y económicos que hacen posible que perdure un anacronismo
de nuestro pasado sangriento que no tiene lugar en una sociedad que se autodefine
como moderna, democrática y solidaria.
“Según una encuesta reciente, el 68% de los españoles no
están interesados en las corridas de toros, siendo los jóvenes
y las mujeres quienes menos las apoyan. Los catalanes y los gallegos, con el
81 y el 79%, respectivamente, son los que están menos interesados. Otros
datos reflejan que el 82% de los españoles no han asistido nunca a una
corrida, mientras que el 87% condenan el sufrimiento animal en los espectáculos
públicos”.