Corridas de toros, el arte del engaño

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    “No hay nada
    tan patético como una multitud de espectadores inmóviles presenciando
    con indiferencia o entusiasmo el enfrentamiento desigual entre un noble toro
    y una cuadrilla de matones desequilibrados destrozando a un animal inocente
    que no entiende la razón de su dolor…
    Un baño de sangre anual de mil millones de euros”

    Crueldad y decepción
    Las corridas de toros son un espectáculo bochornoso en tres actos, de
    unos veinte minutos de duración, que escenifica la falsa superioridad
    y la fascinación enfermiza con la sangre y la carne de la que se alimentan,
    contra toda lógica ética y dietética, quienes creen tener
    un derecho divino a disponer a su antojo de la vida de otros seres sensibles,
    llegando incluso a justificar y trivializar la muerte del toro como arte y diversión;
    un comportamiento patológico que nace de una incapacidad para afrontar
    el dolor de las víctimas y una morbosidad irrefrenable ante la posibilidad
    de ser testigo directo de alguna cornada, o de la muerte del matador; un riesgo
    fortuito, infrecuente (un torero por cada 40.000 toros sacrificados), y sobre
    todo evitable que, sin embargo, incrementa el carácter macabro de la
    corrida.


    Una caridad cruel e insolidaria

    Igual que los carniceros y las guerras, las corridas de toros tienen mala imagen,
    y no es fácil presentar la muerte como arte, comida o libertad. Pero
    si el requisito para un festín es la matanza de un animal, y los tiros
    son los precursores de la libertad, quienes se lucran fomentando la diversión
    a costa de la vida animal también necesitan justificar y enfocar la atención
    de los consumidores y usuarios en la supuesta utilidad de sus productos y servicios
    apoyando obras de interés social; por ejemplo, a través de una
    corrida de beneficencia, un acto aberrante e insolidario que, sin embargo, puede
    servir de reclamo al tranquilizar algunas conciencias, sobre todo si el baño
    de sangre beneficia supuestamente a un asilo de ancianos, las hermanitas de
    los pobres, una asociación que defiende a los discapacitados como la
    Fundación Padre Arrupe, o instituciones como la Asociación Española
    Contra el Cáncer o la Cruz Roja, que también entró a formar
    parte del negocio taurino con la explotación del servicio de alquiler
    de almohadillas en la plaza de Sevilla.
    La destrucción de cualquier vida, supuestamente en beneficio de los demás,
    es éticamente inaceptable; pero esto no impidió a las monjas de
    la Hermandad del Santo Cristo del Consuelo y Nuestra Señora de los Desamparados
    celebrar el año pasado en Ciudad Real una novillada o “festival
    taurino-religioso”, incumpliendo el artículo 2.418 del catecismo,
    donde se dice que hacer sufrir a los animales va contra la dignidad humana.
    Otro ejemplo pintoresco, impropio de una sociedad democrática y civilizada,
    que no guarda relación con una actitud solidaria y humanitaria hacia
    los discapacitados y los animales, tuvo lugar en Alcuéscar, Cáceres,
    donde el alcalde construyó con dinero público una rampa y una
    zona especial para que 80 espectadores en sillas de ruedas pudieran ser testigos
    de un linchamiento repugnante de animales físicamente sanos. La Diputación
    de Málaga también se ha sumado a este inusitado interés
    taurino por los discapacitados físicos, aportando dinero público
    para que la plaza de La Malagueta sea la primera del país en instalar
    un ascensor para minusválidos, que previamente eran trasladados en brazos
    por los empleados, habilitando el ruedo para todos los públicos, con
    la creación de rampas de acceso a la plaza y una barandilla para sujetar
    las sillas de ruedas.
    Las administraciones públicas, propietarias del 65% de las más
    de trescientas plazas de toros españolas, a pesar de las quejas de la
    inmensa mayoría de los contribuyentes que no desean apoyar con sus impuestos
    esta barbarie nacional que los intereses taurinos tratan desesperadamente de
    mantener e incentivar, siguen exigiendo un mayor número de corridas en
    los pliegos de adjudicación de los concursos taurinos; una carnicería
    anual, estéticamente impresentable que, con más de mil representaciones
    escenificando la masacre de un pacífico animal herbívoro que acaba
    en el desolladero, amenaza con ahogar con sangre, incluso, el interés
    de sus más fieles e incondicionales cómplices, ética y
    físicamente discapacitados, de una cobardía que a todos envilece.

    Una siniestra farsa impuesta como fiesta nacional
    Detrás de la barrera que les aisla de la sangre, los aficionados y curiosos,
    adictos a la muerte y al dolor ajeno, se jactan de alimentar un biocidio aberrante
    y estéril con la compra de abonos que les permiten ver hasta la saciedad
    un espectáculo nauseabundo en el que se torturan, uno tras otro, miles
    de veces, seis magníficos animales, condicionados desde el nacimiento
    para representar, junto con el caballo, el papel más funesto de un fatídico
    guión, dividido en tres “suertes”, en las que unos siniestros
    mercenarios muestran su desprecio a la vida, acosando y “castigando”
    a un noble toro, manipulado y traicionado, con arpones y picas afiladas, hasta
    que muere, asfixiado o ahogado en su propia sangre con los pulmones destrozados
    por la espada del matador, o apuntillado con un puñal con el que intentan
    seccionarle la médula espinal. Pudiendo haber sido sometido, según
    estudios veterinarios, a toda clase de mortificaciones fraudulentas, incluyendo,
    además del afeitado (del cual, según el artículo 47.2 del
    reglamento de 1996, son supuestamente responsables los ganaderos), el suministro
    de fármacos y purgantes, que actúan como hipnotizantes y tranquilizantes,
    pudiendo producir falta de coordinación del aparato locomotor y defectos
    de la visión antes de comenzar la farsa taurina y ser descuartizado por
    los picadores, que le clavan el hierro de la puya en el morrillo, abriendo,
    a modo de palanca, un tremendo agujero con la cruceta, cortando y destrozando
    los tendones, ligamentos y músculos de la nuca para obligarle a bajar
    la cabeza y poderle matar más fácilmente. Continuando con el suplicio
    de las banderillas; tres pares de arpones de acero cortante y punzante (llamadas
    también “alegradores”), que le rompen la cerviz, quitándole
    fuerza y vitalidad, antes de ser estoqueado por los sicarios de la espada y
    el puñal; una labor premiada con las orejas, rabos y patas arrancadas
    de sus víctimas, incluso antes de su muerte, como trofeos que testifican
    el grado de deshumanización de sus cobardes verdugos y quienes les alientan
    con el griterío inconsciente o un silencio cómplice.
    Las corridas de toros, además de carecer de sentido ético y apoyo
    social, fomentan el desprecio hacia los animales y la insolidaridad entre los
    ciudadanos, acostumbrados a permanecer impasibles ante el linchamiento de un
    ser vivo. No siendo tampoco un espectáculo que cuente con el apoyo incondicional
    de sus más fervientes aficionados que protestan contra “la invalidez
    de los pseudotoros” y el incumplimiento reiterado de las normas que regulan
    la tortura del animal, cada vez más debilitado y “falto de casta”,
    que sufre la dolorosa indignidad del afeitado, una práctica que implica
    el corte de un trozo de pitón, dentro del mueco donde se le inmoviliza,
    sufriendo el llamado lumbago traumático, y destrozándose los músculos
    y tendones al luchar desesperadamente por librarse del yugo que sujeta su cabeza,
    saliendo desvencijado en el cajón hacia los corrales de la plaza, a donde
    llega tullido y sin fuerzas para afrontar los desgarradores puyazos que le inflinge
    el picador. Un vergonzoso fraude, tolerado y muy extendido, según los
    propios taurinos, que debería bastar para condenar y aislar públicamente
    a los matones que han impuesto, con el beneplácito institucional de sus
    vasallos políticos, este sucio negocio como emblema de la España
    negra y “fiesta nacional”.

    El “arte de matar”: como modelo educativo, religioso y cultural
    Aunque haya disminuido el apoyo popular a las corridas de toros, el fin de las
    fiestas crueles dependerá del grado de respaldo de los medios de comunicación,
    de los intereses económicos y de las instituciones públicas y
    religiosas que tradicionalmente las han justificado y mantenido, política
    y materialmente, a cambio de vender su alma al diablo o al mejor postor, permitiendo
    la implantación del “status quo” taurino y la pérdida
    de valores éticos y religiosos del modelo egoísta de sociedad
    actual, intolerante y cruel, que se manifiesta a través de las retransmisiones
    taurinas, la violencia deportiva y doméstica y la telebasura en general,
    con el silencio cómplice, egoísta o ignorante de los votantes
    que legitiman activa o pasivamente la violencia institucionalizada sin comprender
    el origen de los conflictos sociales y las guerras locales y transnacionales
    que condicionan e hipotecan el presente y el futuro de la humanidad.
    El fomento de la crueldad y el desprecio a la vida llega incluso a redefinir
    y condicionar el comportamiento y la identidad cultural de los aficionados a
    la sangre, a través de nuevos videojuegos como “Torero, arte y
    pasión en la arena”, con una opción, presentada por un conocido
    torero, que enseña a dos jugadores las técnicas más refinadas
    para torturar y matar a sus víctimas virtuales o potenciales. Al igual
    que los esfuerzos, claramente tendenciosos para presentar una corrida de toros
    simbólicamente, con descaro o sutileza, como una expresión artística
    fascinante y respetable, a través del cine o del teatro, en obras como
    “Carmen” y “Don Juan en los ruedos”, de Salvador Távora,
    que llenan los escenarios de sangre real, vertida para satisfacer el morbo de
    los espectadores, o la película “Hable con ella”, del director
    Pedro Almodóvar, quien organizó corridas de muerte en Madrid y
    Guadalajara, que costaron la vida a varios toros, destruyendo la magia incruenta
    del cine para manchar de sangre a los espectadores y hacerles cómplices
    involuntarios de una atrocidad éticamente incomprensible e injustificable.
    Uno de los factores que contribuyen a mantener y fomentar las corridas de toros
    es el aporte de dinero público de las instituciones locales y regionales
    a las escuelas taurinas, que surgieron junto a los antiguos mataderos municipales,
    donde se entrena a niños de doce y catorce años en “el arte
    de matar”, mediante competiciones y prácticas con terneros y vacas,
    que sufren atroces heridas e incluso, como en la escuela taurina de Madrid,
    mutilaciones de las orejas y el rabo antes de morir. Barbaridades que forman
    parte del ritual tauricida de las corridas, apoyadas y justificadas por representantes
    taurinos de la cultura, como el escritor y catedrático de ética
    de la Universidad Complutense de Madrid, defensor de las corridas de toros y
    de las víctimas del terrorismo, Fernando Savater, quien se jacta de que
    “las barbaridades a veces también tienen su mérito, su estética
    y su ética”, justificando demagógicamente la crueldad por
    no ser, según él, “el objetivo de la diversión”,
    sino “un ingrediente necesario”.
    El gobierno de Andalucía, que también apoya las corridas de toros,
    justifica las escuelas taurinas que subvenciona haciendo una lectura parcial
    de los artículos 35 y 46 de la Constitución Española, que
    tratan del derecho al trabajo y la libre elección de un empleo o una
    profesión, así como el fomento y conservación del patrimonio
    cultural español, sin tener en cuenta el artículo 14, que trata
    del derecho a la vida, sin miedo a la tortura y a un trato inhumano y degradante,
    que convenientemente no se aplica a los toros y caballos víctimas de
    las corridas.
    Otros factores económicos que contribuyen a mantener las corridas son
    la asistencia, nada grata, del turista ocasional que apoya, a menudo involuntariamente,
    el morboso espectáculo y la diversificación económica de
    los ruedos. Asimismo, mientras algunos ganaderos se benefician de la ayuda económica
    de la Unión Europea, destinada a la producción de carne, otras
    subvenciones públicas permiten la celebración de corridas de toros
    en pueblos y ciudades que carecen de medios económicos para organizarlas
    por su cuenta. La venta de carne de los animales sacrificados a los gourmets
    taurinos, que ignoran o desean ignorar la importante liberación de toxinas
    producida por el estrés de las víctimas y las enfermedades habituales
    relacionadas con su consumo, como tuberculosis, nefritis y parasitosis hepática,
    también contribuye a hacer más rentable la masacre taurina.
    A pesar de la falta de apoyo público por los espectáculos crueles
    de las últimas estadísticas, coincidiendo con el auge del vegetarianismo/veganismo
    y la búsqueda de valores espirituales basados en el respeto a la vida;
    sin absurdas excepciones antropocéntricas o religiosas, la mafia taurina,
    que nunca en su macabra historia ha querido saber de leyes de protección
    animal (incompatibles con su actividad tauricida, destructora de hombres y caballos),
    trata desesperadamente de retrasar el inevitable fin de una sangrienta dictadura
    que extiende sus tentáculos por los satélites taurinos de Europa,
    América y otros feudos potenciales, imponiendo un espectáculo
    denigrante y remodelando o proyectando nuevos centros de tortura multiuso, con
    cubierta o techo retráctil, para subvencionar y equiparar el martirio
    de animales con otros espectáculos musicales y artísticos más
    lucrativos, como el centro multimillonario de la ciudad de Burgos, previsto
    para el 2004.

    Una perspectiva histórica
    Aunque las corridas de toros sean un espectáculo singular y vergonzosamente
    español, su origen se remonta a los sangrientos juegos romanos y las
    crueles venationes en las que se mataban miles de animales para divertir a un
    público sediento de sangre y fuertes emociones. Según cuenta Plinio
    el Viejo, en su Historia Natural, Julio César introdujo en los juegos
    circenses la lucha entre el toro y el matador armado con espada y escudo, además
    de la “corrida” de un toro a quien el caballero desmontando derribaba
    sujetándolo por los cuernos. Otra figura de aquella época, según
    Ovidio, fue el llamado Karpóforo, que obligaba al toro a embestir utilizando
    un pañuelo rojo. El sacrificio de toros también se incluía
    entre los ritos y costumbres que los romanos introdujeron en Hispania.
    En Creta, además del relato de la mitología griega que cuenta
    las aventuras de Ariadna, hija del rey Minos, y Teseo, que mató al Minotauro,
    hay constancia de la celebración de juegos en la plaza de Cnossos, en
    cuyo palacio, conocido por el Laberinto, pueden verse frescos que muestran a
    hombres y mujeres en escenas de tauromaquia, guiados quizá por los mismos
    mitos y la ignorancia insensata que permite caracterizar a un pacífico
    animal como un monstruo o enemigo virtual, convirtiéndole en víctima
    real de nuestro fracaso evolutivo como seres humanos, para poder traficar con
    la vida y el dolor de cuantos carecen arbitriamente de nuestros inmerecidos
    privilegios.

    El acoso y la matanza de toros en España como ritual de diversión
    La primera referencia histórica de una corrida data de 1080, como parte
    del programa de festejos de la boda del infante Sancho de Estrada, en Ávila.
    Existiendo una conexión psicológica entre la corrida y estas celebraciones
    por la simbología ritual libidinosa imaginaria entre toro y torero, o
    entre lo masculino y lo femenino, con ramificaciones en el folklore y las fiestas
    populares, así como la relación libidinal entre el público
    y el torero, y otros elementos menos visibles que manifiestan todo un espectro
    de deseos, traumas y pasiones malsanas y enfermizas.
    Aunque varios escritores apuntan que el Cid Campeador, Rodrigo Díaz de
    Vivar, fue el primer caballero español que alanceó toros, según
    Plinio, la práctica la introdujo Julio César, atacando él
    mismo con una pica a los toros a caballo. Una costumbre que los moros consideraban
    menos peligrosa que los torneos entre cristianos, que les preparaban para las
    batallas en las que los hombres se mataban del mismo modo.
    Durante la Edad Media la corrida de toros se desarrolla y es monopolizada gradualmente
    por la nobleza que, influenciada por la galantería y el mal ejemplo de
    los reyes, como sucede en España en la actualidad, se disputaba la notoriedad
    pública, las atenciones de las damas y el respeto de los demás,
    exhibiendo su “valor” y gallardía, acosando y alanceando
    toros, considerados como enemigos totémicos de gran poder defensivo.
    La reina Isabel la Católica rechazó las corridas de toros, pero
    no las prohibió, mientras que el emperador Carlos V se distinguió
    por su afición y mató un toro de una lanzada en Valladolid para
    celebrar el nacimiento de su hijo Felipe II, en cuyo reinado se promulgaron
    las primeras condenas eclesiásticas.

    La complicidad del poder y la iglesia con las corridas de toros
    En 1565 un concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, declaró
    las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y en 1567 el
    Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo
    la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando
    con la excomunión a quienes las apoyaban, pero su sucesor Gregorio XIII
    modera el rigor de la bula de San Pío V, conforme al deseo de Felipe
    II de levantar la excomunión. En 1585, Sixto V vuelve a poner en vigor
    la condenación, que a su vez es cancelada en 1596 por Clemente VIII.
    Felipe III renovó y perfeccionó la plaza mayor de Madrid en 1619,
    con capacidad para casi sesenta mil participantes, y Felipe IV, además
    de alancear toros y matar uno de un arcabuzazo en la Huerta de la Priora, estoqueó
    a muerte a más de cuatrocientos jabalíes.
    Durante los siglos XVI y XVII, en España y el sur de Francia ya se practicaba
    la suelta de vaquillas y toros por calles y plazas, y otros festejos como los
    toros de fuego y los toros embolados, ensogados o enmaromados, comparables en
    crueldad con el espectáculo aristocrático de la corrida en el
    que el caballero tenía un papel preponderante en el acoso y muerte del
    toro, que también sufría las mil provocaciones que le causaban
    los peones desde los burladeros o caponeras, los arpones que la chusma le clavaban
    y los arañazos de algunos gatos introducidos en algún tonel que
    el toro desbarataba. En Sevilla, se documenta una corrida, a cargo de la cofradía
    de Santa Ana, con “seis o doce toros con cinteros y sogas para regocijo
    del pueblo”, llegando a generalizarse en las grandes corridas a caballo,
    con rejones, la provisión de un primer toro “para que sea burlado,
    humillado y muerto por el pueblo de a pie”.
    El entusiasmo de la nobleza por las corridas se mantuvo durante el reinado de
    Carlos II, pero a partir del siglo XVIII, cuando la nobleza se desentendió
    del toreo a caballo, a raíz de la prohibición de Felipe V de las
    llamadas “fiestas de los cuernos” (también rehusó
    participar en un auto de fe organizado en su nombre al principio de su reinado),
    se impuso el protagonismo plebeyo en el toreo a pie, con la novedad de la muerte
    del toro a manos de la gente más vil y poco refinada vinculada con el
    abasto de carne y los mataderos, donde desarrollaron su particular modalidad
    tauricida hasta formar en el siglo XVII cuadrillas de peones o chulos provistos
    de capas, que se unieron a los patéticos y despiadados jinetes (varilargueros),
    para correr (provocar el acoso del toro), doblar (hacerle dar vueltas bruscamente
    con el engaño), pinchar y rematar (desjarretar) a los toros agotados
    que rehuían el doloroso encuentro con sus verdugos a caballo y los perros
    de presa. Pasando de ser el enfrentamiento con el toro un entrenamiento “deportivo”
    a un negocio lucrativo que siguió contando con el apoyo real para erigir
    en la Puerta de Alcalá de Madrid la vieja plaza de obra de fábrica,
    donada por Fernando VI a la Real Junta de Hospitales, que fue inaugurada en
    1754.
    A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se destinan extensas tierras para
    pastos, mientras el matador de toros alcanza renombre como espada y se consuma
    la dictadura taurina, al margen de la ley, con la proliferación de plazas
    permanentes, al estilo de los coliseos romanos, como un cáncer de la
    razón, con la consiguiente perversión y vulgarización de
    las malas costumbres y la pérdida de valores éticos y sociales
    que los españoles ilustrados trataron de corregir, sin éxito,
    con una legislación más humanitaria y socialmente acertada.

    La conciencia humanitaria ilustrada y el despotismo taurino
    A finales del siglo XVIII, una iniciativa para civilizar las costumbres del
    país del conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III
    y presidente del Consejo de Castilla, desembocó en la promulgación
    de la Real Orden de 23 de marzo de 1778, que prohibía las corridas de
    toros de muerte en todo el reino, con excepción de aquéllas destinadas
    a sufragar, “por vía de arbitrio”, algún gasto de
    utilidad pública o fines benéficos, siendo éstas prohibidas
    también posteriormente por la “pragmática-sanción
    en fuerza de ley” de 9 de noviembre de 1785, que contemplaba su “cesación
    o suspensión”. Finalmente, por el decreto de 7 de septiembre de
    1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin
    excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal
    o perpetuo a cualquier organismo como “las Maestranzas u otro cualquiera
    cuerpo”. En 1790, otra “Real Provisión de los señores
    del Consejo”, erradicaba, no sólo la versión espectáculo
    de la recién inventada “corrida moderna”, sino cualquier
    celebración que tuviera al toro como víctima protagonista, en
    virtud de la cual se prohibía “por punto general el abuso de correr
    por las calles novillos y toros que llaman de cuerda, así de día
    como de noche”. En 1805, otro real decreto de Carlos IV reiteraba la abolición
    de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar, aunque
    se toleraban algunas excepciones con fines benéficos. Prohibición
    que dejó de ser efectiva incluso antes de la llegada de Fernando VII,
    el rey absolutista que restaura el tribunal de la inquisición (abolido
    en 1808) y da su apoyo a las corridas, mientras suprime las libertades y la
    constitución de 1812. Cerrando las aulas de la Universidad en todo el
    reino, al mismo tiempo que crea, en 1830, la primera escuela de tauromaquia,
    con sede en el matadero sevillano, que sería cerrada tras su muerte,
    en 1834, bajo la regencia de María Cristina.
    El deseo de la mafia taurina de afianzar su poder e imponer su espectáculo
    a toda costa a la población española incrementa el ritmo de construcción
    de circos de muerte a lo largo del siglo XIX (en respuesta a la prohibición
    legal de las corridas), en cuyo período se erigen y se aumenta la capacidad
    de la mayoría de los que hoy están en uso. Provocando el apasionado
    clamor literario de la poetisa española Carolina Coronado (1823-1911)
    contra la profusión de circos taurinos, en su poesía Sobre la
    construcción de nuevas plazas de toros en España.
    Durante el siglo XIX se regula la matanza de los toros al margen de la ley,
    publicándose en 1836 la Tauromaquia completa, mientras se organizan espectáculos
    en los que participan perros y otras especies animales, al más puro estilo
    del antiguo circo romano, como el enfrentamiento que tuvo lugar en Madrid entre
    un toro y un elefante en 1898.
    La muerte de miles de caballos, horriblemente destripados, convierte las corridas
    de toros en verdaderas carnicerías que acaban reduciendo la población
    equina a la mitad en el último tercio del fin de siglo, lo que motiva
    la introducción en 1928 del peto, una colcha protectora de invención
    francesa, que no elimina el sufrimiento del caballo, pero evita herir la sensibilidad
    de los espectadores que menos toleran la sangre.
    Los ganaderos manipulan el comportamiento y la fuerza del toro reduciendo su
    tamaño y fabricando un animal acomodaticio por medio de sucesivos cruzamientos
    para adaptarles al ritual taurino “moderno”.
    Pablo Iglesias (1850-1925), figura indiscutida del Partido Socialista (PSOE)
    desde su legalización en 1881, condena públicamente las corridas
    de toros; pero es su propio partido el que las legaliza de nuevo en España
    mediante el Real Decreto 176/1992, de Juan Carlos I, que, lejos de tipificar
    la crueldad como delito como corresponde a un gobierno constitucional democrático,
    establece las medidas para fomentar la barbarie taurina “en atención
    a la tradición y vigencia cultural de la fiesta de los toros”,
    especificando las características y el tamaño de las armas, legalmente
    homologadas, que los verdugos deben emplear para torturar a sus víctimas,
    como las banderillas; más largas que hace dos siglos, las banderillas
    negras (que reemplazaron a las de fuego con cartuchos de pólvora), para
    aterrorizar al toro manso que no colabora con sus verdugos, así como
    la puya o pica, la espada o estoque y la puntilla propia del matadero y el arsenal
    taurino.

    El negocio taurino fuera de España: una cuestión de vida
    y muerte

    Las corridas de toros en América, Francia y Portugal atravesaron las
    mismas vicisitudes que en España, decretándose prohibiciones civiles
    y eclesiásticas que, salvo algunas excepciones, no se respetaron, aunque
    contribuyeran al desarrollo de un estilo diferente de espectáculo, igualmente
    cruel, basado en el tormento y la muerte de un animal sensible.
    En Francia, la entrada en vigor de la ley Grammont prohibiendo las corridas
    de toros el 2 de julio de 1850, no impidió la introducción de
    las corridas de muerte al estilo español, para satisfacer a la emperatriz
    española, Eugenia de Montijo, que intervino personalmente para solicitar
    la suspensión de la prohibición que afectaba a una serie de corridas
    en Bayona, programadas para el verano de 1853, en las que murieron 19 toros
    y 39 caballos. A pesar de lo cual, las corridas siguieron estando legalmente
    prohibidas durante cien años en todo el territorio nacional, hasta la
    adopción, por el Consejo de la República, el 12 de abril de 1951,
    de una proposición de ley declarando que la ley anterior “no era
    aplicable a las corridas de toros cuando una tradición ininterrumpida
    podía ser invocada”.
    Temiendo que una mayor preocupación por los derechos de los animales
    haga más difícil mantener engañada a la opinión
    pública mundial, la mafia taurina trata desesperadamente de exportar
    su esperpéntico espectáculo a cualquier país sin ninguna
    tradición taurina como Egipto y Rusia, o a otras ciudades de Francia
    como París, donde intentaron organizar una corrida, en junio de 2002;
    o Carcasona, donde se montó una corrida por primera vez desde 1954, después
    de que el alcalde y la corte superior de justicia hicieran prevalecer la escapatoria
    legal de que existe “una tradición local ininterrumpida”,
    una disposición que excluye a las corridas de toros y peleas de gallos
    de las sanciones previstas en la actualidad para el maltrato de animales en
    la ley francesa de protección de los animales del 15 de julio de 1976.
    “Según una encuesta francesa de 1993, el 83% de la población
    está en contra de las corridas de toros, y sólo las apoya un 11%”.
    En Portugal, donde la crueldad y el sufrimiento de los animales es similar al
    resto de la península, a pesar de la prohibición de las corridas
    de muerte al estilo español en 1928, la tradición de matar a los
    toros en las plazas de las ciudades fronterizas con España continúa
    en lugares como Villa de Barrancos, donde las autoridades las han permitido
    durante décadas. Paradójicamente, una nueva ley permitirá
    nuevamente la matanza del toro en los ruedos, en las ciudades que puedan demostrar
    haber mantenido ininterrumpidamente la costumbre de matar toros y de haber incumplido
    sistemáticamente la ley durante al menos cincuenta años.
    Los falsos argumentos utilitaristas en defensa de las tradiciones para justificar
    la tortura de los toros no justifican de ninguna manera ningún acto basado
    en el suplicio gratuito de nuevas especies animales, pero el abuso sistemático
    de animales de cualquier especie acaba insensibilizando a la opinión
    pública ante el sufrimiento animal, permitiendo, por ejemplo, incluso
    encierros de avestruces en Aragón y en poblaciones como Fuengirola, sin
    tener en cuenta las consecuencias físicas, psicológicas, morales
    o éticas para las víctimas involuntarias o para quienes participan
    de buena gana en cualquier espectáculo cruel y degradante.
    Si deseamos atajar la violencia contra los animales de cualquier especie y empezar
    a construir una sociedad basada en el respeto a la vida y a los demás,
    debemos avanzar en la dirección más humanitaria de otros países
    de la Unión Europea como Alemania, Italia o el Reino Unido, y mejorar
    el estatuto de los animales en España y otros países como Portugal,
    Francia, México, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, condenando
    sin paliativos la tortura de cualquier ser vivo a nivel europeo e internacional
    y reformando el artículo 632 del Código Penal español,
    que es totalmente ineficaz para prevenir los casos de crueldad con los animales,
    ya que sólo se aplica a los espectáculos no autorizados legalmente,
    en cuyo caso el maltrato sólo está castigado como una falta, con
    una multa.

    El despertar de la conciencia pública
    Los continuos esfuerzos de las instituciones en apoyo de las corridas de toros
    y las fiestas crueles, en las que se torturan animales de varias especies en
    la España democrática, se enfrentan al creciente rechazo de una
    juventud más crítica que busca una relación más
    sincera y armoniosa con los animales y la naturaleza, y a una opinión
    pública más escéptica y dispuesta a cuestionar, no sólo
    la calidad y el origen de los alimentos, sino también las diversiones
    más aberrantes. Lo cual posibilitaría el fin de la permanente
    sangría nacional y un mayor progreso económico, social y cultural
    del país haciendo realidad el sueño de erradicar las costumbres
    violentas, insolidarias y crueles, como las corridas de toros, prohibidas hace
    más de dos siglos por nuestros ilustres antepasados como una enfermedad
    social que se manifiesta, de múltiples formas, destruyendo nuestra sensibilidad
    y el sentido ético y estético de cuantos aceptan como normal que
    las partes mutiladas de un animal herbívoro pacífico sirvan de
    recompensa a sus verdugos, y fomentando incluso el machismo y la violencia de
    genero; ya que si se acepta que un ser vivo pueda ser torturado por lucro y
    diversión, también la condición humana puede ser objeto
    de la misma consideración.
    José Vargas Ponce, capitán de fragata, miembro y director de la
    Real Academia de la Historia, y notable erudito, amigo de los principales ilustrados
    de la época, como Jovellanos y Villanueva, resumió en su Disertación
    sobre las corridas de toros, escrita en 1807, todos los argumentos antitaurinos
    del siglo XVIII, trabajo que, lamentablemente, no trascendió más
    allá del limitado círculo académico, quedando inédito
    en los archivos hasta 1961, cuando Julio Guillén Tato, otro marino académico,
    editó la Disertación y alguna documentación complementaria,
    en la que el autor condena las diversas perversiones que se resumen en la corrida
    de toros: “¿Será posible que espectáculo por tantos
    títulos bárbaro, expuesto e indecoroso, haya tolerado siglos y
    siglos, sin repugnarlo, la gente española?”. En otro apartado sobre
    los perniciosos efectos que este espectáculo produce en el carácter
    colectivo de los españoles, dice: “Esto es en el fondo el objeto
    de cada corrida; esto es lo que representa y multiplica las escenas: fiereza
    procurada por el hombre, daños y carnicerías voluntarias, dechados
    perennes de crueldad y de ingratitud, y sangre vertida y mezclas de sangres,
    y siempre sangre y más sangre. Pues si estos son los ejemplos de los
    toros, ¿qué pueden producir los toros? Dureza de corazón,
    destierro de la dulce sensibilidad y formas tan despiadadas y crueles como el
    espectáculo que miran”.

    Las corridas de toros y los derechos naturales de los seres vivos.
    El significado histórico de los derechos civiles, la libertad de expresión
    y la extensión de los derechos naturales a los seres humanos y a los
    animales, por primera vez con criterios puramente humanitarios, surgió
    de una profunda reevaluación de los valores éticos y las prioridades
    humanas que permitió cuestionar cualquier forma de explotación
    animal como la domesticación de animales, que es un modelo para el sometimiento
    social, al igual que la caza, que históricamente ha representado una
    afirmación de poder y virilidad, y la vivisección que, además
    de una atrocidad científica, hipoteca nuestra salud, haciéndonos
    rehenes de los criterios mercantilistas de la industria farmacéutica,
    que no concibe la salud sin el recurso obligado a las medicinas.
    Para hacer frente a las corridas de toros como una costumbre cruel e institucionalizada,
    antes es necesario entender la relación existente entre este arcaico
    espectáculo y la primitiva escala de valores de la cultura carnívora
    en la que se sustenta, que considera a los seres humanos y a otros seres vivos
    como enemigos potenciales a quienes es posible dominar o sojuzgar, además
    de consumir sus despojos. Dado que una forma de explotación suele justificar
    la otra, y ambas pertenecen a una mitología que aparta a los animales
    de nuestro ámbito moral.
    Joseph Ritson (1752-1803), decía en 1802, en su Ensayo moral sobre la
    abstinencia, que la relación entre el consumo de animales y el comportamiento
    cruel y despiadado del ser humano, es un hecho históricamente demostrado.
    Y que el origen de los mal llamados deportes bárbaros e insensibles de
    los ingleses, como las carreras de caballos, la caza, el tiro con escopeta,
    el acoso con toros y osos, las peleas de gallos, los combates profesionales
    de boxeo, y otros tantos, está en la adicción a la carne.

    El vegetarianismo como base del progreso social y cultural
    Las raíces del movimiento vegetariano, que llegaría a ser la base
    de las campañas en pro de los animales y sus derechos, tienen su origen
    en los ideales de la Ilustración y de quienes han creído y luchado
    por un mundo más justo para los seres humanos y los animales; intelectuales
    ilustrados como el conde de Aranda (1719-98), diplomático y primer ministro
    de Carlos III, y Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), jurisconsulto, estadista
    y escritor, se caracterizaron por su rechazo frontal a las corridas de toros,
    promoviendo la cultura, el bienestar social y la mejora de las costumbres. Cuya
    influencia se dejó sentir en toda la generación de los literatos
    del 98 que, con la excepción de Valle-Inclán, se opusieron a las
    corridas de toros. Miguel de Unamuno transformó el antiguo lema de Pan
    y Juegos en Pan y Toros, criticando a las masas que acudían a las corridas
    en busca de una macabra y sangrienta diversión, mientras que Pío
    Baroja expresó su preocupación por el sufrimiento de los animales.
    Los libros de Tomas Payne (1737-1809), “Sentido común” y
    “Los derechos del hombre”, cuya influencia marcó el curso
    de la historia de la humanidad, y Joseph Ritson, quien creía que los
    sacrificios rituales de animales permitieron que el ser humano empezara a comer
    carne, representaron los ideales de la Ilustración para todos aquellos
    que creían en un nuevo concepto universal de la justicia para los seres
    humanos y los animales, sentando las bases del movimiento vegetariano internacional
    del que forman parte organizaciones como la Unión Vegetariana Internacional
    (IVU) y diversas asociaciones veganas internacionales que promueven un estilo
    de vida más sano y solidario, basado en una alimentación de origen
    vegetal, que rechaza y condena el maltrato de los animales y su explotación
    para la producción de alimentos, cuya comercialización y consumo
    impiden la adopción de medidas necesarias, justas y responsables a favor
    del bienestar de los animales, y el movimiento global para la defensa de sus
    derechos, un colectivo al que pertenecen también varias asociaciones
    españolas como Amnistía Animal, ADDA, ALA, ANPBA, ASANDA, ATEA,
    Derechos para los Animales, OLGA, etc., que defienden los derechos de los animales
    y condenan la crueldad institucionalizada de las corridas, canalizando la indignación
    pública hacia estos espectáculos, como en la primera marcha antitaurina
    de la primavera de 1987 a la plaza de las Ventas de Madrid. Protestas que no
    siempre reciben la atención adecuada de los medios de comunicación
    por temor a perder los favores políticos y económicos de los intereses
    taurinos e institucionales que las apoyan.

    Por un futuro sin diversiones sangrientas
    El mayor rechazo de la sociedad a las guerras y los espectáculos crueles
    en los que se torturan y matan animales por lucro y diversión, debería
    generar una actitud menos tolerante con la violencia que sufren los animales
    y degrada a toda la sociedad; sin embargo, aunque algunos festejos crueles,
    como el lanzamiento de una cabra del campanario de la iglesia de Manganeses,
    ya no se permitan; otros, como el “Toro de la Vega”, que consiste
    en perseguir a un toro por el campo hasta matarlo con una lanza para disputarse
    sus testículos como trofeo, encuentran su justificación en las
    corridas de toros y siguen contando con el suficiente apoyo institucional, representado
    por intereses taurinos, que no permiten educar a la sociedad a valorar por igual
    a todas las víctimas de la violencia, impidiendo la adopción y
    ejecución de una verdadera ley estatal de protección animal, acorde
    con una sociedad democrática evolucionada que respeta los intereses de
    los más vulnerables.
    Si podemos establecer que somos lo que comemos y rechazamos la violencia relacionada
    con el consumo de carne, también debemos dejar vivir a los demás.
    Si nuestros alimentos son nuestra medicina, también pueden permitirnos
    redefinir el significado de lo que llamamos diversión y lograr alimentar
    el espíritu, o el alma, aprendiendo a apreciar los alimentos obtenidos
    sin violencia ni crueldad. Si realmente somos seres compasivos, cada uno de
    nosotros debemos ser parte de la solución y pedir la abolición
    de las corridas de toros y de toda su simbología supremacista que hace
    una fiesta del dolor, centrando nuestros esfuerzos en debilitar los cimientos
    políticos y económicos que hacen posible que perdure un anacronismo
    de nuestro pasado sangriento que no tiene lugar en una sociedad que se autodefine
    como moderna, democrática y solidaria.
    “Según una encuesta reciente, el 68% de los españoles no
    están interesados en las corridas de toros, siendo los jóvenes
    y las mujeres quienes menos las apoyan. Los catalanes y los gallegos, con el
    81 y el 79%, respectivamente, son los que están menos interesados. Otros
    datos reflejan que el 82% de los españoles no han asistido nunca a una
    corrida, mientras que el 87% condenan el sufrimiento animal en los espectáculos
    públicos”.