El gran error de toda ética ha sido, hasta ahora, el de creer
que debe ocuparse sólo de la relación del hombre con el hombre.
Albert Schweitzer
La relación histórica del ser humano con los animales
La lucha entre el autoritarismo y una visión libertaria del
mundo es tan real hoy como lo fue en la China del siglo VI aC., cuando el
utilitarismo de Confucio para dominar y regular la naturaleza y la sociedad se
enfrentó con la creencia taoísta de que todos podían convivir en armonía y
espontaneidad. Al igual que los budistas, la visión holística del universo del
Taoísmo ofrecía un camino hacia la iluminación espiritual y una guía para
disfrutar una vida apropiada, destacándose de la naturaleza autoritaria y
jerárquica del confucionismo y de otras culturas y religiones menos
eco-céntricas que justificaron y condonaron la esclavización egoísta de los
animales y la naturaleza para sus propios fines.
Las actitudes y el trato que hemos acordado a los animales
han dependido de las limitaciones impuestas por el condicionamiento cultural de
la época, las tradiciones, el grado de empatía imperante y el nivel de evolución
de la sociedad. Para muchas culturas, por ejemplo, el hecho de comer perros es
algo impensable, mientras otros consideran a cualquier animal de cualquier
especie como un alimento potencial.
La función ambivalente de los animales como símbolos
totémicos y compañeros, se debió a la autoexclusión y al alejamiento de la
sociedad del mundo natural. Siendo pocos quienes cuestionaran las consecuencias
morales y sociales de los malos tratos que les infligían.
Desde las antiguas civilizaciones e imperios hasta la era
cristiana, la cultura occidental no ha modificado de modo significativo su
visión utilitarista de los animales no humanos, valiéndose de las diferencias y
similitudes entre las especies para seguir justificando su explotación y
mantener el estado servil de los animales como bienes y herramientas, función
que le han asignado los intereses creados con el beneplácito de la sociedad.
Los animales han llenado y ensuciado nuestros estómagos y
cuerpos, nuestros pensamientos e incluso nuestra imaginación, y hemos
recompensado su afectividad incondicional con la traición y el rechazo. Han
inspirado los dioses y demonios a quienes las sociedades humanas suplicaban
pidiendo su intervención divina, mientras la acusación de encarnar al demonio
les convertía en blanco de las iras y los ataques de la religión y el populacho.
Han sido sacralizados y temidos, adorados y odiados, venerados o masacrados,
idolatrados o devorados, considerados limpios, impuros y apestados, sagrados o
vulgares.
«Mientras el hombre destruya sin piedad a los seres vivos, no
conocerá la salud ni la paz. Mientras los hombres masacren a los animales, se
matarán los unos a los otros. En verdad, quien siembra las semillas del crimen y
el dolor no puede cosechar alegría y amor.»
Hace 25 siglos, Pitágoras, fundador de una orden comunal
religiosa, ascética y vegetariana, exponía así los argumentos en defensa de los
animales y en contra de la mitología del consumo de carne para acabar con la
crueldad y corregir los errores de sus contemporáneos. Sin embargo, la
ignorancia, la tradición y el egoísmo característicos de la cultura de la carne
se anteponen a la justicia y el sentido común, condenando a millones de seres
sensibles a una corta y miserable existencia, mientras nuestra propia salud y
calidad de vida se ven amenazadas por las enfermedades, el vacío espiritual y
los conflictos sociales que genera la gratificación autodestructiva que no tiene
en cuenta los intereses ni la libertad de los demás.
¿Cuál sería la posible justificación de cualquier forma de
explotación animal? ¿Quién puede ver morir a la víctima inocente de una corrida
de toros u otro espectáculo sangriento de heridas infligidas deliberadamente y
considerarse aún civilizado? ¿Qué validez tienen las creencias religiosas que
califican a otros animales como seres inferiores? ¿Cómo podemos aceptar que un
animal pierda su vida para comer su carne, y hablar de vida sana? ¿Cuál es la
lógica de herir intencionadamente a los demás y esperar que otros nos ayuden a
superar el dolor y la enfermedad? ¿Somos realmente más atractivos usando
cosméticos que contienen subproductos del matadero y substancias probadas en
animales? ¿Por qué hablamos de necesidades cuando sentimos deseos?
Las respuestas a estas preguntas muestran que nuestros
sentimientos son el reflejo de nuestra propia evolución y determinan nuestro
estado de salud física y emocional; que el causar daño no aporta beneficios ni
alegría; que la belleza interior está por encima del aspecto físico; que la
compasión tiene sus recompensas, nos dignifica y nos hace ser mejores; que la
plenitud espiritual surge del amor y la compasión; y que es esencial descubrir
nuestras raíces y verdadera naturaleza humana para distinguir nuestras
afinidades y necesidades vitales de los deseos o costumbres malsanas que dañan
nuestro equilibrio físico y espiritual.
La razón, que ejemplificaba Sócrates, era el camino a la
felicidad humana que permitió el nacimiento del Humanismo.
A pesar de nuestro origen común y nuestra estrecha relación
con los animales no humanos que todavía viven principalmente guiados por sus
instintos, la obsesión de las clases dominantes con la explotación de los
animales y otros seres humanos, que implica la dependencia, la degradación y el
sufrimiento de los menos afortunados, con todos los medios a su alcance y
justificaciones posibles, muestra el grado de alejamiento de los principios que
deben regir nuestro comportamiento como animales frugívoros -adaptados
idealmente para alimentarnos de frutas y plantas-, y la ceguera ética de los
consumidores que mantiene a buena parte de la humanidad y a sus papilas
gustativas rehenes de una herencia cruel e irracional que se manifiesta a través
de la intransigencia religiosa y otras ideologías que priman la exaltación de
una diferencia étnica o racial sobre los intereses y la integridad de los demás,
mediante reglas artificiales que fomentan el culto al egoísmo y afianzan la
tiranía que ejerce el ser humano sobre la vida del planeta y los más débiles a
través del consumo de carne, que simbólicamente condiciona su falsa supremacía.
Comer carne ha dependido históricamente de las costumbres y
tradiciones religiosas transmitidas y asumidas como propias, que surgieron de la
visión racionalista antropocéntrica y jerárquica del mundo que promulgaron
pensadores como Aristóteles y Descartes, que creían en la dependencia
antinatural de otros seres vivos para alimentar, vestir y satisfacer otras
supuestas necesidades humanas, como garantía de supervivencia de nuestra
civilización. Con el propósito utilitarista de alargar y hacer la vida más
segura y agradable, en contra de los intereses de otras especies y de la propia
salud y el verdadero bienestar humano.
Ética, dietética y religión
La anatomía comparada ha demostrado que el hombre no es
carnívoro, sino frugívoro, en su estructura natural, y la experiencia ha
demostrado que la alimentación a base de carne es totalmente innecesaria para
sustentar una vida saludable.
Henry S. Salt
Si la ética es fruto de la inteligencia y la sensibilidad, y
la compasión es el impulso que nos hace humanos, el derecho a la vida, la salud
y la libertad no pueden ser conceptos arbitrarios que priven a otros de los
valores que defendemos, ni consentir la explotación injusta e innecesaria de los
seres vivos impuesta con una escala de valores basada en la fuerza de la
complicidad de los demás. Sin embargo, las exigencias de una economía global que
prima y fomenta la desigualdad asignando un valor monetario a la naturaleza sin
limitaciones, nos acerca peligrosamente a los límites sostenibles del planeta,
amenazado por un consumismo irresponsable basado en satisfacer las falsas
necesidades de una sociedad que todo lo devora.
La historia de la humanidad refleja claramente que los
errores éticos y dietéticos, consecuencia de la visión antropocéntrica histórica
y contemporánea, fueron y son la fuente principal de las miserias humanas que
han acompañado el falso progreso que limita nuestra propia evolución,
manteniendo un desequilibrio vital, que nos separa de la naturaleza y de los
demás, mediante divisiones egoístas y arbitrarias de orden religioso, económico
y social que estigmatizan, condicionan y modifican el desarrollo natural de
nuestra propia entidad, privándonos de la salud y apartándonos de nuestra propia
naturaleza y de las verdaderas metas y enseñanzas de los grandes profetas y
maestros: Buda, Confucio, Lao Tse, Jesús de Nazaret, Mahoma o Sócrates, cuya
influencia en la humanidad y en nuestras creencias religiosas y espirituales es
aún determinante, a pesar de haber convertido a Dios en un comodín que sirve
tanto para justificar la barbarie como la generosidad.
Santo Tomás de Aquino, intérprete del cristianismo en la
época medieval, creía que los cerdos (principalmente porque ocasionaban
conflictos deambulando de un lado a otro buscando comida entre la basura), los
burros, caballos, cabras, delfines, gallos, gatos, lobos y ovejas entre otros,
estaban poseídos por los malos espíritus y carecían de alma. Siendo juzgados
físicamente en toda Europa y en las colonias americanas durante 12 siglos por
haber causado y cometido supuestos daños y delitos, sufriendo mutilaciones y
quemaduras, además de la degradación pública y la tortura, y de ser enterrados
vivos y estrangulados con el beneplácito de la Summa Teológica de Aquino, que
proclamaba que los animales podían ser legítimamente maldecidos como satélites
de Satán por estar poseídos por las fuerzas del infierno. Santo Tomás pensaba
que pertenecíamos a Dios por haber sido creados por él, y era por lo tanto un
pecado contra Dios matar a un ser humano, de igual modo que matar un esclavo era
un pecado contra su amo. Mientras que no existía ninguna restricción a la
matanza de animales, a menos que pertenecieran a otro. Según Génesis I, 29 y IX,
1-3, Dios creó al hombre y nos confió el dominio sobre los pájaros, los peces y
los animales, una declaración incontrastable que sacraliza la explotación de los
animales y atenta flagrantemente contra sus legítimos derechos e intereses.
La depredación humana y la crisis ambiental
Las grandes civilizaciones se han desarrollado y han
desaparecido por la inestabilidad y falta de coherencia de los principios que
las sustentan y autodestruyen. La correlación entre las ideas más nobles y la
consiguiente corrupción ética y moral de quienes se las apropian ofreciéndose
interesadamente para apoyarlas en beneficio propio, es la semilla de los mitos y
dogmas que surgen de la ignorancia y la codicia alimentada por el materialismo
desenfrenado de una sociedad de consumo hipócrita en clara regresión social y
espiritual, incapaz de afrontar el caos medioambiental y la violencia que
generan los criterios arbitrarios establecidos para ejercer e imponer un férreo
control sobre la vida, definiendo y promoviendo unas falsas prioridades, valores
e intereses relativos que impiden la adopción de soluciones viables a los
problemas vitales del planeta para no alterar el equilibrio político -religioso
que defiende y mantiene unos privilegios y creencias carentes de solidaridad,
fuente de conflictos y guerras, que permiten la explotación injusta e
insostenible de la vida del planeta y los recursos naturales, en aras y a causa
de un fundamentalismo dietético basado en la depredación de las especies y los
recursos naturales de un antropocentrismo clasista y especista generalizado a
nivel mundial, que enfrenta a unos contra otros haciendo imposible la
convivencia pacífica y la defensa de los legítimos intereses comunes de los
seres vivos.
A juicio del sociólogo, etnólogo y antropólogo Claude Lévi-Strauss,
nuestra civilización está amenazada por la demografía, la industrialización
irresponsable del planeta y la desertización de inmensos territorios vírgenes.
Desastres como la desaparición de especies animales y vegetales, lenguas y
culturas que, como consecuencia del comportamiento humano, representan un
inmenso drama contemporáneo y un proceso histórico devastador, ya que los
derechos de la humanidad entera pierden su validez en el momento en que el ser
humano pone en peligro la existencia de otras especies, y considera urgente el
reconocimiento y la defensa del derecho a la vida de todas las culturas, y de
las especies animales y vegetales que deben desarrollarse libremente para evitar
el vacío irreparable que causa la desaparición de una sola especie en el
conjunto de toda la creación.
Por un futuro en armonía con la naturaleza
Para la mayoría de las personas pertenecientes a sociedades
modernas y urbanizadas, la principal forma de contacto con los animales se da a
la hora de las comidas.
Peter Singer
La falta de compresión histórica del significado y el
verdadero valor de otros organismos vivos, unidos inseparablemente con nuestros
biorritmos y nuestra supervivencia, ha llevado al ser humano a considerar a los
demás animales como una fuente inagotable de carne u otros productos
comerciales, o como material genético para clonar la vida y manipularla a su
antojo, buscando incrementar sus beneficios. La compra-venta y explotación, así
como la matanza generalizada de animales y el comercio de sus despojos, no sólo
refleja una grave pérdida del sentido de la ética y la estética, sino el
ejercicio de un dominio aberrante del ser humano sobre otros seres considerados
inferiores, sin ninguna base ética o biológica que justifique la sacralización
de la vida humana ni la esclavitud de los animales no humanos, que a pesar de su
complejidad biológica y su alto nivel evolutivo, son condenados a un
hacinamiento cruel, a sufrir y morir para satisfacer las frívolas apetencias,
caprichos y costumbres gastronómicas de una sociedad insensata que basa el
progreso de la humanidad en el aumento del consumo de proteína animal y el
número de hospitales destinados a tratar en gran medida a las víctimas que
sufren las consecuencias de una alimentación inadecuada, reflejo de un estilo de
vida que no tiene en cuenta los vínculos y afinidades que nos unen a la
naturaleza.
La visión aparentemente utópica de un planeta sin mataderos
ni las terribles enfermedades nutricionales causadas por una fascinación
culinaria incestuosa con otras formas de vida, transgrediendo las leyes
biológicas más elementales para convertir sus despojos en productos peligrosos
para la salud a costa del sufrimiento y la explotación industrial y cruel de
otros seres sensibles, además de una amenaza para la biodiversidad del planeta
puede parecer una perspectiva más lejana que probable, sin embargo, la única
opción clara del tercer milenio para atajar las hambrunas, los desastres
ecológicos y los conflictos sociales que se ciernen sobre nuestro entorno vital,
es la adopción de un modelo de convivencia ética sostenible en armonía con los
demás seres vivos, basado en el consumo responsable y el respeto a la vida, que
permita el bienestar, el equilibrio afectivo y espiritual humano y la
satisfacción de nuestras verdaderas necesidades fisiológicas sin condicionar
artificialmente la evolución ni la naturaleza de otras especies u organismos
manipulados y esclavizados genética o injustamente, víctimas de dogmas y
fundamentalismos que nos impiden aplicar la ética y los principios esenciales de
racionalidad, solidaridad y justicia -que deben caracterizar a la condición
humana- a quienes comparten el medio vital del que todos dependemos.
Para frenar los estragos de la civilización y corregir los
errores y excesos de una sociedad de consumo enfrentada a las enfermedades, los
conflictos sociales, las guerras y las catástrofes ecológicas, es necesario
adoptar una ética universal de respeto a la vida fomentando el estudio y el
respeto por los animales y la naturaleza en las nuevas generaciones, con
criterios humanitarios, como una extensión de los derechos civiles, la libertad
de expresión y los derechos naturales de los seres humanos, y cuestionar
cualquier forma de explotación animal, dentro de una profunda reevaluación de
los valores éticos y religiosos que condicionan nuestro comportamiento. Para
garantizar a todos los seres sensibles los derechos legales esenciales que les
proteja del maltrato y la crueldad dando valor y sentido a sus vidas.
Francisco Martín