La medicina convencional, a la que hoy tiene acceso la mayoría en ambulatorios
y hospitales, es insuficiente. No sólo por el número de médicos
y volumen de recursos empleados, sino por la naturaleza misma de esos recursos.
Por todas partes encontramos personas que han agotado las posibilidades de esta
medicina y buscan la atención de profesionales y métodos impropiamente
llamados “alternativos”, “complementarios”, “suaves”,
“paralelos”, “ecológicos”, “biológicos”,
“naturales”, etc.
El índice de éxitos con estos sistemas es notablemente alto cuando
son practicados por profesionales solventes, adecuadamente preparados y dotados
de suficiente experiencia. Y esto es doblemente sorprendente, por cuanto la mayoría
de casos que llegan a estas consultas, no sólo no son recientes o presumiblemente
banales, sino que han sido atendidos ya por varios médicos y centros hospitalarios,
sin resultado alguno.
¿Cómo explicar esta eficacia de los métodos no convencionales
u oficiales, a veces de origen antiquísimo, frente a la llamada “medicina
científica”? ¿Se trata acaso de un “comecocos”,
un efecto placebo o un mero influjo psicológico? Un porcentaje tan alto
de éxitos que deben atribuírsele y una aceptación social
tan extensa, no puede tener una explicación tan simplista. El hecho de
que uno de cada tres enfermos recurra a estas medicinas en los países más
cultos y avanzados -pese a la oposición, el silencio y en ocasiones la
persecución por parte de los controladores de la opinión y los dirigentes
del Mercado de la Salud, pese a la “competencia desleal” que representa
el que la Seguridad Social y las entidades del Seguro Libre proporcionan gratuitamente
la otra medicina- nos debe hacer reflexionar acerca de lo que está sucediendo.
Hay dolores, trastornos, incapacidades y alteraciones de la conducta de todo tipo
y clase que no encuentran hoy por hoy explicación en alteraciones orgánicas
detectables por análisis de laboratorio, radiología, ecografías
ni otras técnicas empleadas por la medicina ordinaria de facultad. El clásico
adagio “del trastorno anatómico al síntoma y del síntoma
a la receta”, lema de toda la medicina llamada organicista o “científica”,
deja demasiados fenómenos sin resolver.
El organismo es un complejo sistema de información (no una mera estructuración
de órganos, cables y tubos) que en el comienzo de toda enfermedad se ha
bloqueado, averiado, interferido o atascado, precisamente en lo relacionado con
los sistemas de información e interdependencia de unos órganos con
otros y del propio cuerpo con los cambios externos del medio. Si queremos ayudarle
de manera eficaz, solvente y duradera, hemos de limpiar, desintoxicar, desinterferir
y restaurar las comunicaciones, es decir, los mecanismos autocurativos capaces
de restaurar la armonía de su funcionamiento. Y este propósito sólo
puede cumplirse buscando y empleando sistemáticamente el lenguaje del cuerpo,
las pruebas más recónditas y sutiles de su funcionamiento, basadas
siempre en una concepción cibernética y sintetizadora más
que analítica. A partir de este conocimiento de las posibles respuestas
a nuestros estímulos, gobernamos muchas de las reacciones patológicas
mediante estímulos que sean capaces de hablar al organismo en su mismo
lenguaje y conducirle a otro comportamiento más saludable. Esto es lo que
hizo siempre la Acupuntura, la Medicina Natural, la Homeopatía y muchas
otras medicinas llamadas hoy de manera equívoca y despectiva “alternativas”.
Con ese método de provocar reacciones restauradoras desde fuera (agujas,
masajes, frío, calor, humedad, tierra, plantas, etc.) LA MEDICINA nos ha
acompañado siempre a lo largo de la Prehistoria y de la Historia. Pero
desde Galileo hasta nuestros días ha ido cambiando su estilo poco a poco
y, en vez de tomar el organismo como una caja negra desconocida en su interior
y manejada por estímulos externos (paradigma de este pensamiento es la
acupuntura), se ha explorado y analizado el medio interno, se ha utilizado la
química y el microscopio para analizar nuestras más recónditas
estructuras. Esto ha supuesto la movilización de todos los recursos científicos
disponibles y aún de otros que ha sido preciso crear; sería imposible
entender la ciencia moderna sin el análisis, sin el experimento y sin el
estímulo que la actividad clínica y las necesidades de la práctica
médica han insuflado en las ciencias de base (física, química,
biología, etc.).
La medicina moderna, analítica y experimental, no ha resuelto de manera
absoluta todos los problemas de la medicina clínica y -aunque la tentación
sea muy fuerte para algunos- la atención médica todavía se
beneficia notablemente del aporte de las técnicas naturales, la homeopatía,
la acupuntura y, en general, de la visión sintetizadora, global, del organismo,
la persona y su medio, tal como preconizaba el gran Hipócrates.
Los gobernantes y administradores conocen estos avances de la medicina de hoy
y saben que es una importantísima actividad que, por eso mismo, hay que
controlar al igual que se controlan las reservas energéticas, la urbanística,
las comunicaciones, la enseñanza, la pesca, la agricultura, el ejército,
la policía, los bancos, la moneda y los tipos de interés. Y es evidente
que todo proceso de gobierno y control tiende a limitar el espacio de libre desenvolvimiento
del asunto a regular. Los reglamentos son como un juego (por lo demás,
todos los juegos tienen su reglamento), como las leyes de funcionamiento de un
ordenador o una máquina: facilitan el desenvolvimiento de la cosa con tal
de que renunciemos a cualquier variante de su comportamiento no prevista por ese
mismo reglamento. Si se regulase el tamaño, peso, altura y potencia de
todos los automóviles de manera que todos fueran “democráticamente”
iguales y estuvieran provistos, además, de unos paragolpes de caucho como
los de los coches de feria, es seguro que la morbilidad y mortalidad por accidente
disminuirían notablemente. Pero es también seguro que estas medidas
generarían una gran conmoción en el mercado del automóvil
y seguramente una catástrofe en la industria del sector.
En nuestros días, la medicina como actividad pública, como hecho
social y hasta como manifestación económica está dividida
e intoxicada. Diversos factores hacen difícil que el médico individual
pueda sostener un talante creativo, artesanal y libre de trabas para su tarea,
como requiere la complejidad y sutileza de la misma.
El médico resulta por una y otras condiciones una especie de funcionario/“listero”
de la industria de la salud que carece de libertad propia pero, eso sí:
para cada enfermo concreto ante el que se enfrente cada día es y será
siempre una inevitable mezcla de científico – sanador – chamán –
hacedor de milagros que precisaría un espacio social y cultural para desenvolverse.
No era posible imaginar siquiera hace cincuenta años que un acto médico
pudiera convertirse en algo tan mecánico, simplista e impersonal como por
ejemplo el hecho trivial de repostar gasolina para el coche. Confesada o inconfesadamente,
el enfermo espera siempre “algo más” que la mera técnica;
precisa que “su” médico le de la impresión de que se
preocupa por la enfermedad que padece, por las causas que le han llevado hasta
ahí, por recomendarle una manera de comer y vivir para evitar su progresión,
recaídas, etc. Y si ese médico se ve obligado a decir al enfermo
que no hay solución para sus dolencias, éste seguramente lo asumirá
educadamente, pero, al dejar la consulta y alcanzar la calle, repasará
en su memoria amigos o conocidos que le ayuden a encontrar “alguien que
pueda hacer algo”…, alguien dispuesto a investigar y plantearse el problema
de otra manera, de modo que le permite incluso salirse de los esquemas oficiales
o convencionales que parecen incapaces de ayudar.
Se habla del derecho a la intimidad, al honor, a la salud, a la vivienda digna,
a la justicia… En nuestra sociedad, el ciudadano anónimo se siente acorralado
y se pasa la vida en continuas operaciones defensivas: todo se puede convertir
en un fraude o en un motivo de disgusto o contrariedad. La mayoría de automatismos
y usos sociales que permitían a nuestros abuelos convivir aceptablemente
y disfrutar de un mínimo de garantías y seguridades han desaparecido
hoy, o están en plena decadencia.
La tentación de crear automatismos a partir de la expansión de los
ordenadores y el pensamiento cibernético ha llegado ya a la empresa y la
Administración del Estado, con lo que se impone como consecuencia una ineludible
necesidad: la de reducir y simplificar la cosa -o la persona- a gobernar, el producto
a fabricar o la enfermedad a tratar. Por un lado, se intenta regular todas las
actividades sociales del ciudadano y por otro se produce la ruptura creciente
del necesario diálogo del hombre con su circunstancia, con lo que se limita
drásticamente la capacidad de decisión y, en consecuencia, el campo
de la conducta queda artificialmente empequeñecido y simplificado para
que ese “hombrecillo” inventado por el ordenador pueda ser controlado
y gobernado por la máquina del Estado. En estas condiciones, la medicina
-en tanto que tarea de hombres- está gravemente amenazada en su creatividad
y posibilidades de desarrollo.
Por todo ello, la medicina debe considerarse y tratarse de manera especialmente
abierta y libre. La Administración debería regular todo lo que sea
regulable, todo lo que en buena ley pueda mejorar desde el punto de vista social
la ética y la eficacia de la tarea médica, pero tendrá que
poner especial cuidado de no invadir las zonas de creatividad del médico
ni poner obstáculos a su libre desenvolvimiento, esencia misma de su profesión.
El inspector nunca podrá juzgar sobre la inspiración de un médico
en plena tarea ni sobre la transmisión empática que puede producirse
entre éste y su enfermo. Si, por ejemplo, la viejísima acupuntura
resuelve o alivia cefaleas, reumatismos, dolencias crónicas que hasta entonces
han sido tratadas infructuosamente por la medicina hoy considerada oficial, no
cabe rechazarla, menospreciarla o ignorarla, únicamente desde el supuesto
-pretendidamente científico- de que la fisiología de facultad no
es capaz de explicar por ahora sus mecanismos de actuación.
El médico oficialista no puede dar la espalda y pavonearse despectivamente
cuando se lo cuentan, parapetado tras la muralla de hechos aceptados por la medicina
convencional. Si ésta no puede interpretar los hechos que se producen cada
día en su presencia, tendrá que incorporar nuevas leyes, retocar
hasta donde sea necesario sus axiomas y principios, estudiar e investigar minuciosa
y pacientemente los fenómenos que no es capaz de interpretar… Todo menos
suprimir autoritariamente en un gesto reaccionario inadmisible, la posible validez
o consistencia real de estos hechos.
Se trata de integrar: ¿por qué no abrirse también a los logros
de siempre atesorados por las medicinas milenarias que manejan el organismo desde
la más pura y exigente concepción cibernética?
Pero la aceptación de la medicina abierta no es problema únicamente
de voluntad. El fuerte costo de la atención sanitaria en nuestra sociedad
de masas del consumo convierte esta actividad en un capítulo económico
de mayor envergadura que el de las Obras Públicas o la industria de guerra.
El entramado de influencias económico/políticas para controlar esta
actividad mediatiza peligrosamente la espontánea creatividad de su desenvolvimiento.
La judicialización, economización y politización del hecho
sanitario nos lleva al caos intelectual, a no saber bien qué es lo más
importante, si la medicina como actividad concreta o sus consecuencias sociales;
es la noche en que todos los gatos son pardos. La imparable y en ocasiones exagerada
regulación de la actividad de médicos y farmacéuticos les
coarta severamente y poco a poco les priva del necesario aspecto ético
de sus planteamientos. Y el farmacéutico hace ya muchos años que
renunció a su condición y se ha convertido en buena medida en un
mero dispensador de fármacos específicos.
La actual situación no es trivial, casual ni consecuencia del sueño
caprichoso de una noche de verano, sino el resultado histórico del desarrollo
crítico de la sociedad de masas del consumo. Este desarrollo es uniformizador,
inevitablemente economicista, reduccionista en sí mismo desde el punto
de vista cultural, por lo que “necesita” que tantos millones de hombres
en la calle seamos lo bastante pequeños y conductualmente análogos
para poder convivir con medios estadísticamente escasos en proporción
al volumen de población. Los atascos en el tráfico, las listas de
espera en los hospitales, las promociones de empleo escasas, las colas de todo
tipo y clase, etc., etc., fomentan los reaccionarismos xenófobos, el etnocentrismo
y los nacionalismos excluyentes.
La medicina reclama absoluto respeto por la cosa misma que tiene que manejar y
cuidar hasta lo sublime.
Una medicina abierta parte del hombre como totalidad porque ese -y únicamente
ese- es su objetivo posible. Y, ciertamente, utiliza entre otras cosas laboratorio,
radiología, ecografía y demás medios diagnósticos
y terapéuticos propios de la medicina anatomoclínica de hospital
universitario, pero la medicina es más que eso. Un hombre es siempre más,
mucho más que un manojo de tubos y cables conectados para sostener los
fenómenos metabólicos reconocidos en la fisiología de facultad.
Hay fenómenos clínicos que no han sido posibles hasta la fecha clasificar
científicamente según el método analítico-organicista
de la medicina ordinaria. A estos cuadros, llamados procesos funcionales, el médico
convencional los trata con ansiolíticos, antidepresivos, espasmolíticos,
antidolorosos, etc., a la espera, quizá, de que acaben desapareciendo o,
al contrario, “tomando cuerpo” en cuadros orgánicos detectables
por técnicas de laboratorio, radiología, etc., en cuyo caso, naturalmente,
dejan ya de ser “procesos funcionales” para el médico clínico.
Pero es el caso que, si nos detenemos con la suficiente perspicacia en cualquier
cuadro clínico, veremos que todos ellos tienen un componente funcional
y exhiben un grupo de fenómenos inexplicables simplemente desde los rayos
X o el laboratorio. Para un médico abierto y no comprometido con esquemas
rígidos o víctima del maniqueísmo de las aulas, esto significa
que hay un complejísimo dinamismo interno en todo lo vivo y muy especialmente
en el hombre, no explicado ni explicable todavía en términos de
la ciencia oficial o la fisiología de facultad.
Muchas medicinas antiguas sí consiguen afrontar estos problemas aún
no resueltos por el sistema de pensamiento médico oficial. Dotadas únicamente
de pensamiento sintético, respetan sistemáticamente lo que sucede
y no se obligan a sí mismas a ignorar ningún fenómeno. Para
las necesidades humanas y los posibles trastornos del enfermo, no hay ni puede
haber laboratorio, radiología, etc., por lo que no hay ni puede haber reglamentos
ni leyes reguladoras para ellos, inspiradas en los métodos y varas de medir
del organicismo oficial.
Es necesario obtener el respeto de la sociedad y de los controladores del sistema
frente a una actividad cuyo desarrollo científico está todavía
en sus comienzos. Se trata de sumar, humanizar y hacer más fácil
la convivencia respetuosa y creativa entre la medicina llamada “moderna”
y la medicina de siempre.
A esa medicina la vamos a llamar MEDICINA ABIERTA. Es abarcadora de todo lo que
hay, respetuosa con todos y cada uno de los fenómenos -catalogados o no
por la Academia- que se presentan en el curso de una dolencia, dispuesta a considerar
al mismo tiempo las posibles alteraciones orgánicas, como los trastornos
funcionales o sin sustancia.
En las próximas centurias sabrá la humanidad de la necesidad de
este planteamiento abierto, no sólo en medicina sino en todas y cada una
de las actividades complejas que origina nuestra sociedad.