Algunas plantas arraigan en lugares imposibles: un risco al
que golpea la tormenta, el hilo de una grieta en dura roca, el árido cemento que
une dos ladrillos de una pared vertical…
Hay un viento germinador que danza con todas las cosas. Vayu,
Bóreas, Noto, muchos son sus nombres, Prana, Spiritus, Pneuma, Chi, Hayy, la
imparable fuerza de la vida que se manifiesta continuamente, hasta en lo que
bajo nuestra pequeña perspectiva parece el imperio de fuerzas adversas.
La oposición y la resistencia acaban por ser simplemente
fuerzas moldeadoras, la mano del alfarero que levanta la arcilla en el torno
como una pared que dirige el barro hacia la forma de la vasija, transformándola
en receptáculo y matriz. De igual manera, en suelo tan poco propicio
aparentemente como el materialismo de las sociedades del mundo occidental,
explosionó a partir de la década de los cincuenta del siglo pasado una nueva
forma de espiritualidad, manifestada en innumerables caminos, algunos antiguos,
otros, decididamente nuevos en sus propuestas, pero todos compartiendo un anhelo
común: el deseo de un mundo alternativo al actual, una forma de vida y una
espiritualidad distintas, más auténticas, más conformes a la naturaleza más
profunda del humano.
Había una clara voluntad de alejarse de los modos económicos
y sociales del pasado, al que se sentía como un largo y penoso sueño en las
mazmorras de la Conciencia, lo que por supuesto incluía el deseo de algo
distinto a las viejas religiones positivas, organizadas alrededor de antiguos
dogmas y creencias. Los mismos dogmas y creencias se alejaban de la nueva forma
de sentir lo Divino a partir de la libertad, siempre anclados a lo que otros
sintieron, creyeron y pensaron, viejos objetos mentales heredados y petrificados
a los que faltaba la infinita espontaneidad del Espíritu.
La nueva espiritualidad, basada en la confianza en uno mismo,
en la sinceridad del Anhelo interior no quería verse hipotecada por las
concepciones de nuestros abuelos en todo el planeta, sino afrontar desde la
Conciencia la experiencia de Lo Divino en el «Ahora». Si me baño en el río y
tengo su experiencia, no necesito creer en el río. Si observo la Conciencia
Universal manifestándose en mí mismo, no necesito creer en la Conciencia
Universal. ¿Quién observa qué? Estamos montados en un caballo y preguntamos:
¿dónde está el caballo?, entre tus piernas, nos dicen, sí bueno, esto es un
caballo, pero yo quiero saber ¿dónde está el caballo? Después de mucho insistir
en nuestra miopía aparece alguien que nos anuncia solemnemente: bájate de ahí,
que te voy a llevar a buscar tu caballo.
El cabalista Gershon Scholem decía que se pueden distinguir
tres estadios religiosos básicos en la historia de la humanidad. En el estado
inicial se da la unión total con lo divino, y por ello la religión no es
necesaria. En el segundo momento la religión irrumpe destruyendo la armonía
entre el humano, el universo, y Dios, aislando al hombre y creando un abismo con
respecto a la Divinidad que, precisamente, permite el florecimiento de lo
humano.
Por fin, en una última etapa, aparece el misticismo, en el
que se buscan los secretos caminos para trazar un puente que cruce sobre el
abismo construido. La última etapa lleva en funcionamiento por lo menos desde
que los rishis de los Upanishads y después el Buda Gautama consiguen trazar sus
esplendorosos puentes sobre los anquilosados abismos que la sociedad aria había
construido en la India. Seguimos llamando maestros a los que encuentran su
puente y cruzan, a todas aquellas semillas de Lo Divino que salen adelante
modelados por las condiciones adversas y que expresan Lo Universal tanto como
sus fuerzas contrarias.
La Nueva Era, la nueva espiritualidad, recibe toda su fuerza
del misticismo, del derecho inalienable a Lo Divino, sin la dualidad de la
religión positiva: yo aquí y Dios allá, y entremedias siempre un sacerdote, un
rabino, un imán, un monje, un chamán que me diga lo que tengo que hacer, pensar,
vivir. Siempre es importante un buen guía para cruzar el gran río de la
existencia, pero esa balsa está en el interior. Los caminos espirituales sólo
conducen hasta el río. Luego tienes que cruzar tú. Cuando te lanzas a la
corriente la otra orilla parece infinitamente lejos. Para el ego lo está. El
ego, la pequeña mente, el pensamiento yo, nunca cruza… De hecho, nadie cruza,
nadie llega, se ilumina lo que siempre estuvo iluminado. Si no sabemos esto
podemos confundir a un cocodrilo con una barca. Los que cruzaron no han parado
de repetirlo: no hay puente, no hay río, estás mirando desde allí, ya eres
libre, tú eres Eso.
Todo puente trazado por un místico es tomado antes o después
por una casta sacerdotal que, con las mejores intenciones, regula su tráfico, y
el logro del puente o el vado se pierde. Todo se vuelve difícil, ajeno e
incomprensible: es la fuerza de reacción, la inercia, el tamas, el velo que
mantiene el sueño. En última instancia cada uno tiene que transitar por un
camino que no tiene nombre y la senda se cierra detrás.
La mayoría de las tradiciones místicas han enfatizado la
importancia de no dejar que caiga el velo, de no olvidar, y permanecer en el
instante. Esto ha sido llamado a veces el «estado natural», otras «nirvikalpa
samadhi», «nirvana», «extinción», «no-mente», o de muy distintas maneras. Todo
un arsenal de técnicas de meditación, mantras, japa, puja, zhikir, rosarios,
respiraciones y prácticas de diversa índole han sido ideadas con el propósito
final de silenciar la pequeña mente del ego y entrar en la Gran Vida de la Mente
Universal. La práctica interesante no es la que hacemos, sino la que nos hace,
aquella en la que sentimos despertar en otra cosa. Simplemente, lo que no hay
que olvidar es que ya estamos donde queremos llegar, el Testigo, la Divinidad
interior está siempre observando, más próximo a nosotros que nuestra yugular,
como dice la tradición islámica.
Hace años que la llamada Nueva Era se convirtió en un juego
de herbolario y retiro en lugar idílico de fin de semana. No hay ningún retiro,
ni curso, ni maestro, ni escuela que pueda darnos lo que ya tenemos: ¡detén tu
búsqueda y quédate en Silencio!, nos dice el Maestro Interior. No obstante, el
impulso que latía tras la Nueva Era, al margen de las formas específicas que
adoptó, sigue aquí con toda potencia: es nuestro Ser Esencial.
La nueva espiritualidad es muy vieja, y por eso es
interesante; no es una cuestión de tiempo. Las ataduras que creíamos tener son
ficticias. El que busca, lo buscado y el deseo de buscar son la misma cosa. El «Simurgh»
que nos espera al final del peregrinaje ya está aquí, sí, siempre está «Aquí» y
es «Ahora». Hay un momento en el que se deben detener las prácticas, la
búsqueda, la infatigable actividad de la mente que no se rinde ante este momento
y se abandona en el «Aquí». Luego podremos volver a ellas, una vez hayamos
comprendido, pero desde el gozo. Aprender es desaprender, lo hemos oído mil
veces, si bien con una que lo entendamos basta. ¿Cuánto tiempo lleva llegar
hasta donde ya estamos? Un sólo instante de silencio tiene la clave. No es
difícil de conseguir, de hecho, es lo más sencillo, pues no hay que hacer nada.
No importa que luego creamos perderlo y vuelva la mente, el pasado que nos
limita a una concepción del mundo, de Dios y de nosotros mismos. Un instante de
conciencia sin objeto es eterno, pues es fuera del tiempo y del espacio. Es lo
que los sufís llaman un Imkan, un instante abierto a toda posibilidad en el que
somos libres del pasado y el futuro. Esa conciencia es lo que somos, y no
importa si vuelve a caer el velo de la mente y nos devuelva a un camino en
penumbra en medio de la montaña. Si intentamos volver a ese instante de
conciencia después de haberlo perdido, o creer que lo hemos perdido, no lo
conseguiremos: nuestro deseo, nuestro querer nos aparta.
Sin querer y sin no-querer, abriendo el corazón al silencio
del instante, en la intimidad más sincera, nos damos cuenta que sólo en esta
total sencillez están la Verdad, la Conciencia y la Bienaventuranza. Tú ya eres
Eso, acuérdate.