La historia del cáncer comienza hace 2.500 años en la antigua
Grecia. Hipócrates, el primero en descubrirlo lo llamó Karkinos, palabra
que significaba originalmente «cangrejo».
Se presupone que el padre de la medicina en Occidente,
escogió esta palabra para ilustrar la enfermedad por la forma de avanzar que
tiene en su proceso. De esta raíz etimológica proviene la actual palabra
«cáncer».
Sin embargo aunque estaba clasificada desde muy antiguo, el
cáncer era una enfermedad extremadamente rara, se podría decir que en las
sociedades más tradicionales era completamente desconocida.
A partir de la revolución industrial, el cáncer comenzó a
emerger lentamente en occidente. En 1830, Stanislas Tanchou, científico francés
pionero en estadísticas vitales, realizó un estudio sobre las causas de
mortandad en Francia y registró un índice del 2% del total debido al cáncer. A
comienzos de siglo XX estudios en Estados Unidos nos hablan del 4%. Más cerca,
en la generación anterior a la nuestra, muchas formas de cáncer hoy comunes eran
desconocidas.
En 1919 el Dr. George Dock, eminente científico, patólogo y
profesor de la Universidad de Washinton, invitó a los alumnos de sus clases
superiores a asistir a una autopsia en un caso de cáncer pulmonar, puntualizando
lo raro del caso, según sus palabras sería probable que nunca más volvieran a
ver otro caso similar. Y uno de sus alumnos el Dr. Oschmer reconoce que tardó 17
años en ver otro caso en 1936.
A medida que la civilización moderna se fue difundiendo por
el mundo, cantidad de exploradores médicos y misioneros se asombraban de la
cantidad de enfermedades degenerativas que empezaban a aparecer en las
sociedades nativas.
Sería interesante citar al menos 3 ejemplos dignos de tomar
en consideración:
– En 1908 el Dr. Roger Williams, miembro del Royal College
de Súrgenos, en su libro The Natural History of Cancer informa de la
total ausencia de cáncer en las colonias británicas alejadas del viejo
continente.
– George Osawa realizó en 1930 un estudio semejante en
Oriente que terminó en su libro Cáncer y Filosofía de Extremo Oriente.
– Weston Price trabajó con los indios de Norteamérica,
esquimales, polinesios y aborígenes australianos, y dejó constancia de la total
ausencia de esta enfermedad en su libro Nutrition and Phisical Degenaration
(Nutrición y degeneración física) en 1945.
Estos detectives médicos, entre otros, estudiaron las razones
que podían existir para que estos pueblos y otros, viviendo en los trópicos,
regiones polares, islas y otras culturas separadas de la civilización y sus
costumbres, permanecieran inmunes al cáncer, enfermedades cardiacas, incluso no
sufrían caries dentales.
Después de cuidadosos estudios, observaciones e
investigaciones, cada uno de ellos, de forma independiente han ido llegando a la
misma conclusión:
«El cáncer es una enfermedad producida por exceso de
alimentación. Causada por alto consumo de azúcar, harina blanca y otros
productos refinados, así como por un exceso de proteína animal y grasa.»
Una buena prueba de que estaban en lo cierto es que cuando
estos productos fueron introducidos en estas sociedades, fueron seguidos por el
cáncer y otras enfermedades degenerativas.
A partir de estas evidencias, el Dr. William Howard Hay, en
el periódico médico «Cáncer» reflexiona:
«¿Dónde estamos hoy? Después de tantos esfuerzos,
investigación y millones gastados, tendremos que parar y reflexionar, para
considerar si no hay algo radicalmente errado en todo esto. El cáncer sigue
aumentando consistentemente. ¿Será posible que su causa pueda provenir de
nuestro abandono de los alimentos naturales? Llevamos tanto tiempo viviendo de
alimentos procesados deficientes en vitaminas y sales esenciales, que casi desde
el momento de nacer nos encontramos en un estado de nutrición desequilibrada.
Para empeorar más nuestro cuadro, hemos llegado a considerar a nuestros
alimentos refinados como un distintivo de civilización, cuando es un hecho que
estos alimentos producen el aumento de todo tipo de enfermedades, incluso el
cáncer».
Todas estas civilizaciones anteriores han reconocido la
primacía del alimento y de la agricultura. En especial los cereales integrales
en grano han constituido el gran alimento básico durante miles de años. El arroz
y el mijo eran los alimentos principales en Oriente. El trigo, centeno y avena,
en Europa. El trigo sarraceno en Rusia y Asia Central. El sorgo en África. Y el
maíz en América.
A pesar del desprecio general actual por las preocupaciones
dietéticas, un gran número de estudios de población internacional, en este siglo
pasado, han vinculado el cáncer, con elevado consumo de grasa saturada animal,
carbohidratos refinados, aditivos químicos y otras variables nutricionales,
concluyendo con que las culturas o «subculturas» que siguen consumiendo granos
enteros, verduras cocinadas y frutas frescas de estación, se mantienen
prácticamente libres de esta y otras enfermedades.
En curioso ver cómo durante las dos grandes Guerras
Mundiales, los países europeos experimentaron una reducción significativa de la
tasa de mortandad por cáncer. Fueron épocas de escasez en general de comida,
pero especialmente de carne, lácteos, huevos y productos refinados.
Terminadas las guerras, los productos refinados
«enriquecidos» volvieron gradualmente al mercado. Muchos alimentos tropicales y
subtropicales, tales como naranjas, pomelos, piñas… sirvieron de desayuno en
países que no los producían, mientras que los refrescos, helados, pizzas,
hamburguesas y otros «alimentos» por el estilo comenzaron a formar parte de las
costumbres dietéticas. Y comenzó a aumentar el cáncer y paralelamente la
preocupación y el miedo entre la población.
En 1971 el presidente Nixon declaró la guerra contra esta
enfermedad y consignó al «Instituto Nacional del Cáncer» para luchar contra
ella, pero es curioso constatar que en todas estas movilizaciones se excluyen
completamente medidas dietéticas. ¡Sorprendente! Teniendo en cuenta que la
sangre la fabricamos a partir de lo que comemos y que la sangre es la que lleva
todo lo que necesitan las células para hacer bien su trabajo y regenerarse
adecuadamente.
Yo me pregunto, ¿cuánto tiempo nos duraría nuestro coche si
nos dedicáramos a echarle al motor la gasolina equivocada cada vez que tenemos
que llenar el depósito? Sería interesante comprobarlo.
Afortunadamente, el sentido común emerge, aunque lentamente,
dando a cada cosa el lugar que le corresponde. Ya en 1976 un informe histórico
realizado por el Comité Selecto del Senado de los Estados Unidos sobre Nutrición
y Necesidades Humanas, colocó el aumento del cáncer, junto con otras 5
enfermedades degenerativas, de la mano de una nutrición inadecuada. Ni que decir
tiene que dicho informe fue condenado oficialmente por muchas industrias
alimenticias y provocó muchas críticas entre otros sectores de la población.
Sin embargo, no pudieron evitar que en los siguientes cinco
años muchas organizaciones médicas y científicas corroboraran el vínculo entre
dieta y enfermedad degenerativa.
En un informe del año 1979, se afirmaba que se debía consumir
menos grasa saturada, menos carne y más hidratos de carbono complejos tales como
cereales integrales en grano, frutas y verduras.
En la escuela médica de Harvard, se han realizado ya estudios
e informado sobre los beneficios de protección para la salud del enfoque
dietético macrobiótico, cuyos primeros efectos son rebajar el colesterol y la
hipertensión, limpiando el organismo de toxinas y contaminantes, y cambiando la
calidad de la sangre de forma que «ese terreno» donde la enfermedad nace y se
desarrolla, se transforma en un relativamente corto período de tiempo.
La propuesta macrobiótica considera como punto de partida el
tomar conciencia de nuestros hábitos de vida, de nuestra forma de pensar y de
sentir, de nuestras emociones, de la forma en que nos alimentamos (no sólo de
comida vive el hombre). Es un conjunto de actores importantes que van tejiendo
nuestro día a día y nuestro vivir y sobre lo que, demasiado a menudo, no nos
paramos a reflexionar. Tendríamos que considerar que la enfermedad en el fondo
es eso, «un toque urgente de atención sobre nuestra vida».
Es darnos cuenta de la importancia que tiene nuestra
nutrición, en el sentido más amplio y profundo.
En lo que concierne a la comida, valoramos como fundamental
una dieta que incluya los pilares más importantes para cualquier ser humano: los
cereales integrales, las verduras y las frutas, las legumbres, los frutos secos
y semillas y las algas.
Los cereales integrales, preferiblemente en grano, porque nos
aportan carbohidratos complejos, una buena cantidad y calidad de glúcidos que
mantendrán el nivel de vitalidad estable durante todo el día. Aminoácidos que
combinados con una pequeña cantidad de leguminosas (legumbres) aportan proteína
completa y mucho más limpia para la circulación sanguínea, que la proteína
animal.
Las verduras, cuyas cualidades saludables conocemos todos muy
bien, nos aportan minerales y vitaminas, tienen fibras (igual que los cereales
en grano) que realizan una función limpiadora de incalculable valor para el
cuerpo y sus drenajes. Pero van mucho más allá de esto, algunas de ellas nos
aportan gran cantidad de glúcidos polisacáridos que además de aumentar la
vitalidad, nos ayudan a sentirnos más serenos, más tranquilos e ir desterrando
de nuestra vida la ansiedad.
Otras nos dan frescura y relajan el hígado, aliviando su
exceso de fuego y nuestra impaciencia, intolerancia o irritabilidad. Otras las
utilizamos para reforzar los intestinos, los riñones y el aparato genital.
La macrobiótica nos permite entender los diferentes efectos
que tienen las verduras de raíz, redondas, de tallo, de hoja verde… Y también
aprender cómo cortarlas y cocinarlas para conseguir un efecto u otro.
Con las leguminosas, igualmente es importante saber que
necesitamos solo una pequeña cantidad (no un plato hasta arriba) cocinadas con
un poco de alga kombu, para ser más digestivas y teniendolos en cuenta cuáles
pueden ayudar más a tonificar órganos, que estén bajos de energía, mermando
nuestra capacidad de vida y creando diferentes síntomas.
Las frutas frescas tienen, además de los nutrientes que se
les conocen, un tipo de energía más o menos expansiva, si son de nuestra tierra
y de la época o han crecido en lugares lejanos y con diferente climatología que
la nuestra.
En los frutos secos y las semillas descubrimos que poseen
ácidos grasos esenciales imprescindibles para nuestro sistema nervioso.
Las algas, otro gran regalo que nos ofrece el mar, el caldo
primigenio donde nació la vida, son concentrados de sales minerales y vitaminas
fáciles de metabolizar para nuestro organismo, reforzando en nosotros el vínculo
más primario con la vida. Es bueno recordar que nosotros somos igual que el
planeta Tierra, 70% líquidos y que estos, de manera muy especial la sangre,
contienen en su plasma, la misma composición hidrosalina que el mar. Quizás esta
sea la razón por la que las algas nos ofrecen una acción limpiadora única y
puede llegar hasta los últimos rincones del cuerpo para drenar depósitos de
grasa, proteínas, mucosidades y toxinas almacenadas desde muy antiguo.
Cada una de ellas, nos descubre un enorme potencial para la
salud. Con algunas podemos reponer una gran cantidad de hierro, con otras calcio
y minerales (aunque todas ellas ofrecen un enorme abanico en este campo), otras
son especialistas el limpiar mucosidades, otras viajan hasta el interior de las
arterias junto con el Shitake (hongo japonés) para drenar al máximo los
depósitos acumulados como resultado del exceso de consumo de grasa animal
saturada. Lo cierto es que merece la pena conocerlas a fondo y aprender a
cocinarlas de forma que resulten ricas y agradables.
En la macrobiótica, no podemos olvidar la «famosa» sopa de
miso, el milagro macrobiótico, por ser una forma sencilla y rápida de conseguir
tres objetivos de máximo peso para la salud:
1. Con ella conseguimos alcalinizar la sangre
rápidamente. Ya sabemos que los niveles de estrés tan peligrosos en la vida
moderna dependen e influyen al mismo tiempo, en gran medida, en el Ph de la
sangre.
Disminuyendo el excesivo gasto de oxígeno que se da en un
clima de acidez en la sangre causante muy a menudo del cansancio crónico que
tantas personas arrastran en nuestra sociedad actual.
2. Otro de sus efectos es regenerar la flora bacteriana
intestinal, aumentando así rápidamente la acción del sistema inmunológico.
3. Y, por si esto fuera poco, el miso es el mejor
neutralizador de las radiaciones electromagnéticas que nos rodean, tanto en los
lugares de trabajo, como en casa. Insustituible para aquellos que trabajan con
el ordenador.