Yo había comprado dos chimpancés de una colonia de
primates en Holanda. Vivieron uno junto al otro en jaulas separadas durante
varios meses hasta que usé a uno como donante (de corazón). Cuando
lo pusimos a dormir en su jaula para prepararlo para la operación, chilló
y lloró incesantemente. No le dimos importancia a esto, pero debió
haber causado una gran impresión en su compañero, pues cuando
nos llevamos el cuerpo al cuarto de operaciones, el otro chimpancé lloró
amargamente y estuvo inconsolable durante días. El incidente me causó
una gran impresión. Juré nunca experimentar de nuevo con criaturas
tan sensibles.
Christian Barnard (cirujano)
¿Cuántas veces ha escuchado usted a lo largo de su vida el sesudo
dictamen de que para curar a los humanos es imprescindible antes torturar y
mutilar animales bajo pretexto de que quien lo hace está “investigando”?
Pues bien, cuantas veces lo haya escuchado, otras tantas le han mentido. Si
fueran sinceras, las empresas y los laboratorios responsables de tales prácticas
confesarían que su cometido primordial no es ni el progreso, ni la ciencia,
ni la preocupación por la salud del prójimo, sino pura y exclusivamente
el afán de lucro elevado a una categoría de fetichismo. Ni más
ni menos que el culto al dinero. Ahora bien, es justamente éste el único
pretexto que jamás se utiliza, pues en vez de invocar las espectaculares
ganancias que anualmente recaudan, nos hablan de servicio a la humanidad, antibióticos,
salud pública y bienestar a raudales. Lo cierto es que para curar humanos
no es imprescindible destruir ni torturar animales. Está comprobado hasta
el cansancio que un medicamento testado en animales, cuyos organismos difieren
diametralmente de los nuestros, puede producir efectos secundarios inesperados
y hasta perniciosos.
De modo que, además de cruel, se trata de una práctica poco confiable
y sometida a imprevistos sumamente desagradables (y por supuesto que poco difundidos)
¿Cómo puede alguien ser tan iluso de pensar que aquello que sirva
o deje de servir como conclusión respecto de la respuesta fisiológica
de un ratón, sirve también y deja de servir respecto de un organismo
humano?
¿Debemos admitir que sigan siendo torturados nuestros amigos del reino
animal para que así puedan unos cuantos megalaboratorios y multinacionales
cosmetológicas continuar sobornando la inconciencia o la crasa ignorancia
de los médicos? ¿Hasta cuándo debemos tolerar la impúdica
bonanza comercial que beneficia a cientos de anónimos consorcios con
la excusa de prolongar la juventud de las maduras y de disminuir la fealdad
de las feas?
Como he dicho antes, hay un sinfín de casos que prueban hasta qué
punto dista de ser confiable la técnica utilizada en cada experimento.
De hecho, los resultados con animales no son extrapolables a los humanos, puesto
que son a tal punto distintas nuestras fisiologías que resulta sobremanera
peligroso, cuando no irrelevante, dar por sentado el valor paritario de una
reacción química en uno y otro caso. Si nos parecemos en algo,
es en que todos somos sensibles al sufrimiento.
¿Quién aceptaría llamar a esto ciencia si no mediaran tamañas
ganancias? Se trata de algo tan artificial y supervisado en un ambiente tan
ajeno a la naturaleza en estado puro, que las conclusiones extraídas
carecen por lo general de todo valor científico. Cada especie responde
de forma diferente, conque resulta azaroso y hasta de un optimismo ridículo
fiarnos de tales prácticas “autorizadas”.
Los programas educativos vigentes se hayan atiborrados a tal punto de contenidos
innecesarios, que no deja de llamar poderosamente la atención el hecho
escandaloso de que niños en plena fase de gestación se encuentren
desprovistos de información concerniente al sufrimiento ajeno.
Una tabla de logaritmos, un teorema geométrico o la descripción
anatómica de un artrópodo son cosas que bien pueden aprenderse
a cualquier edad. Pero en materia de vivencias éticas y postulados de
conducta, empezar tarde equivale, en esta vida, a empezar mal. No conozco a
nadie que siendo un cruel o un desaprensivo a los veinte haya dejado de serlo
al cumplir los treinta. De modo que es preciso inculcar en los niños
desde la más tierna edad el respeto por los animales y por el medio ambiente.
Mas, ¿con qué nos encontramos a diario en las aulas? Con disquisiciones
a menudo ociosas sobre la más variada gama de temas, menos aquellos que
afectan directamente a la calidad de vida en nuestra sociedad.
Por ejemplo: se fuerza a los alumnos a estudiar fisiología, pero jamás
se les indica la conveniencia de aplicar dichos conocimientos al propio cuerpo.
Así es como nos encontramos con adultos de treinta que se alimentaban
mal ya en los recreos de su infancia.
Lo que se debería educar de forma prioritaria en las escuelas es la sensibilidad
al sufrimiento de otros seres vivos, y el respeto a la vida.
Desterrar la bárbara práctica de flagelar animales so pretexto
de impartir una información científica debe ser un objetivo irrenunciable
a conseguirse en nuestro vetusto sistema pedagógico.
¿Beneficia en algo a un púber conocer al dedillo el sistema digestivo
de una medusa si concluida la explicación pertinente sale al recreo para
comprar y digerir un sándwich cuyo ingrediente principal es carne muerta,
conservada químicamente y proveniente de un animal que, en su vida, fue
nutrido a base de hormonas? (Independientemente que lo beneficie, ya es un acto
criminal el hecho de torturar a un ser vivo).
Tengan ustedes por seguro que los niños no aprenderán menos observando
una lámina en un libro que contemplando mecánicamente y sin el
menor interés cómo un insensible profesor con ínfulas científicas
tortura a un ser indefenso. Lo único que le conferiría derecho
a hacerlo sería estar en condiciones de soportar idéntico tormento,
no digamos ya en sus vísceras, sino solamente en un dedo de su criminal
mano vivisectora. No es de extrañar, habida cuenta de que ese docente
o médico al frente de la clase presenció en su infancia o en la
facultad similares procedimientos bajo la excusa de ser formado científicamente.
Como bien queda establecido en múltiples trabajos publicados en Internet
por colegas defensores de los derechos animales (y en los cuales está
basado un buen número de conceptos esgrimidos a continuación),
la improvisación, la petulancia y el diletantismo están a la orden
del día. Someter animales a operaciones que no necesitan, o bien proceder
a su cautiverio para inocular en ellos enfermedades “a la carta”
y así poder luego utilizarlos como “modelos de investigación”
de nuestras propias enfermedades constituye -aparte de una atrocidad moral-
una aberración médica y científica. Ello porque las reacciones
a los fármacos y las enfermedades o traumas inducidos violenta y artificialmente
en animales de otras especies son distintas y no guardan relación con
las enfermedades que se desarrollan espontáneamente en el ser humano.
La práctica de la vivisección posibilita la proliferación
de medicamentos y de otros productos, ya que son coartadas legales que permiten
dar una falsa sensación de seguridad al usuario. Éste ignora casi
siempre que los “nuevos” fármacos y productos de cosmética
y consumo general -obtenidos para reemplazar a los que van siendo retirados
cuando se manifiestan los daños o “efectos secundarios” que
producen- a veces se comercializan a pesar de producir cáncer y diversos
tipos de tumores en animales, debido a la absoluta carencia de validez de tales
experimentos.
“Le atan a una mesa, su cabeza es introducida en un casco con cemento
donde le dejan un conducto para respirar… El casco se engancha a un pistón
que, con periodicidad maniática e insoportable, se dispara, produciendo
el choque, seco, del cerebro del mono, totalmente despierto, con las paredes
de su cráneo. Tras incontables pruebas (pueden durar días, semanas,
meses y años), se quita el cemento a martillazos, entre el cachondeo
de los presentes. Mientras el animal agoniza, se oye música rock desde
el casette a toda tralla, un “doctor” entra fumando y otro analiza
las heridas del animal, pipa encendida en boca, en la habitación “esterilizada”.
Un último doctor comenta entre risas: “Esperemos que esta cinta
no llegue a los defensores de los animales”. Otro mono, con una cicatriz
a lo largo de la cabeza, sufre repetitivos espasmos, mientras la investigadora,
con cara feliz, le sujeta haciéndole mirar a la cámara…”
Lo cierto es que muchos médicos se han “revelado” contra
este horrendo “dogma” cuasi-infranqueable de la medicina, y consideran
que actualmente la experimentación animal, a excepción de casos
muy concretos, no es necesaria, siendo hasta peligroso su uso como base para
obtener medicamentos.
El grado de profundidad con que la prédica y el dinero de estas multinacionales
ha corrompido y corrompe el espíritu de individuos supuestamente preparados
para la especulación filosófica quedará en evidencia con
un par de ejemplos. La fuente donde los mismos son citados pertenece a una valiosa
compilación efectuada por Adela Pisarevsky, adalid indiscutida del activismo
en favor de la liberación animal.
Resulta ser que un renombrado catedrático de la EHU-UPV asevera que “existe
una estimación de que el 20% de las personas viven gracias a la experimentación
con animales” y basa esta afirmación en el hecho de que “las
vacunas infantiles y los antibióticos se desarrollaron a partir de este
tipo de experiencias, lo que redujo notablemente la mortandad entre los niños”.
Aunque sea cierto, es totalmente carente de ética ¿qué
derecho tiene nadie de invadir el territorio de alguna especie, capturarlos,
tratarlos como basuras, meterlos en jaulitas donde ni se puede dar un paso,
y sacarlos cada vez que quieran (mientras están vivos), cortarlos, quemarlos,
hervirlos, irradiarlos, y un sinfín de barbaridades más? Ya lo
hicieron los humanos con su propia especie, pero no significa que lo hagan y
se enseñe a hacerlo con los animales no humanos, o con humanos otra vez,
según la historia.
– Pelayo: Jurídicamente, la diferencia es que el ser humano está
revestido de dignidad.
– Mi estimado Pelayo: ¿Sería usted tan gentil de precisar exactamente
en qué consiste esa hipotética dignidad humana a la que usted
hace referencia? Y le ruego no me salga con el remañido cuento de “los
hijos de un padre bueno y celestial que habita en las alturas”. Haga usted
esto último y renunciaré a convencerlo, por lo mismo que renunciaría
a convencer a un fanático del fútbol de que debe cambiar de divisa.
Si, en vez, aduce usted algún tipo de “dignidad” fincada
en la superioridad intelectual humana, tenga a bien precisar el grado de derechos
que adquiere sobre otra persona alguien que la supere intelectualmente. Por
ejemplo, ¿conlleva tal superioridad el derecho a oprimirla y a torturarla
y a despedazarla? Piense usted detenidamente su respuesta. Pues podría
alguien citar unas cuantas personas más inteligentes que usted, quienes
invocando la misma licitud jurídica de la que usted se siente campeón,
estuviesen dispuestos a esclavizarle y torturarle y despedazarle.
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