Nadie lo hubiera imaginado. El mercurio de los termómetros registraba temperaturas
insólitas y batía records históricos en casi todas las ciudades
europeas.
En Estocolmo, la gente caminaba por los parques en bañador, en busca de
una sombra para cobijarse o de una fuente pública para zambullirse y combatir
así el sofocante calor. Lo mismo ocurría en San Petersburgo, en
Kiev, en Viena o en Varsovia. En el mar Mediterráneo, el agua se había
convertido en una sopa, alcanzando los 30 grados en las costas españolas,
poniendo en serio peligro la supervivencia de la flora y la fauna marina. Y mientras,
el fuego devoraba 215.000 hectáreas de bosque en Portugal y otras 30.000
ardían en Italia. En Madrid, a consecuencia de la ola de calor, la concentración
de ozono troposférico volvía a superar los niveles máximos
permisibles.
Esa misma tarde, Jean Pierre Raffarin, primer ministro de Francia, había
interrumpido sus vacaciones para regresar a París y reunir al gobierno
de la República en sesión de urgencia. El ministro de Sanidad informó
de la situación: ?se trata de una verdadera epidemia, los hospitales
están colapsados, la ola de calor se ha cobrado ya cerca de 3.000 víctimas
mortales. Y eso referido sólo a las muertes hospitalarias. Esto puede convertirse
en una catástrofe nacional, hay que activar el dispositivo de emergencia?.
No se trata de una novela de ciencia ficción, lo que aquí narro
sucedió realmente el pasado 14 de agosto, los franceses descubrieron que
los raíles de sus ferrocarriles empiezan a deformarse a partir de los 37
grados. Millones de pollos murieron asfixiados en las granjas, los agricultores
reclamaron indemnizaciones millonarias por los daños causados por las altas
temperaturas. Los sistemas de refrigeración de las centrales nucleares
arrojaban a los ríos agua a más de 30 grados, causando la muerte
de miles de peces y la devastación de la fauna y flora acuática.
Algo parecido sucedía en Italia, en Bélgica, en Gran Bretaña.
La canícula viajaba por Europa sin respetar fronteras, entraba en los hogares
del norte y del sur y se cebaba con los más débiles, con los niños,
con los ancianos, con los enfermos. Los decesos se contaban por millares, tal
vez por decenas de miles. El 19 de agosto, el gobierno francés reconocía
ya 5.000 fallecimientos. En España, pese a que el gobierno sólo
admitía algunas docenas de muertes causadas por golpes de calor (la mitad
de ellos en Andalucía), la tasa de mortalidad se disparaba y los cadáveres
se amontonaban en los tanatorios. Las familias de Barcelona, de Madrid o de Sevilla
debían esperar hasta tres días para poder velar a sus seres queridos.
Los servicios de urgencia vivían escenas dramáticas.
Lo que ha ocurrido este verano en España y en toda Europa, debería
hacernos reflexionar. Tres olas de intenso calor, con temperaturas por encima
de los 40 grados, una en junio, otra a mediados de julio y otra en agosto, han
provocado miles de fallecimientos y daños irreparables en los ecosistemas.
Es sólo un aviso, la crisis ecológica global no es ninguna broma
de los ecologistas, el cambio climático, provocado por la excesiva emisión
de gases de efecto invernadero, ha empezado a pasarnos factura.
La ola de calor extrema que ha afectado este verano al hemisferio norte es un
claro indicativo del aceleramiento del cambio climático. Las altas temperaturas
registradas no tienen precedentes y los científicos preveían que
ocurriesen dentro de 20 ó 30 años. Lo que más preocupa ahora
a los expertos es la posibilidad de que esas variaciones bruscas del clima, reflejadas
en fenómenos meteorológicos extremos, aumenten a una frecuencia
e intensidad mayor de lo esperado.
Según un informe reciente de Naciones Unidas, las emisiones de gases contaminantes,
sobre todo de dióxido de carbono, aumentarán en los países
industrializados en un 17% en los próximos 10 años a pesar de los
compromisos para reducirlos.
Según las previsiones de los científicos, una de las consecuencias
inmediatas del cambio climático será que el nivel de las aguas oceánicas
se elevará a consecuencia del deshielo de los casquetes polares, miles
de islas quedarán sumergidas bajo las aguas durante los próximos
años, las temperaturas se harán cada vez más altas y la desertización
y el hambre causado por la escasez de cosechas asolará el planeta.
Parece increíble, tenemos el problema delante de nuestras narices y queremos
seguir ignorándolo. Los Estados Unidos de Bush siguen negándose
a firmar el protocolo de Kioto. La España de Aznar sigue emitiendo a la
atmósfera más contaminación de la permitida. En España
hemos aumentado en 2002 nuestras emisiones de gases de efecto invernadero por
encima del 38% sobre los niveles de 1990, cuando nuestro compromiso dentro de
Kioto es no superar el 15%. ¿Qué tiene que ocurrir para que las
multinacionales (principales responsables de las emisiones contaminantes) y los
políticos a su servicio recuperen el sentido común?
Y cuando ocurra, ¿será ya demasiado tarde?