En algún momento de la vida, sin que ni siquiera puedas darte cuenta, algo sucede, y por lo poco que sabes o has oído hablar, suele ser algo muy desagradable. Muchos hablan de la “Gran crisis vital” y cómo ésta aparece en la vida con una banda sonora compuesta por una orquesta sinfónica de llantos de dolor, de pena, de gritos de ira y reproches, y alguna que otra pérdida que sabe a duelo amorago. Bien, efectivamente, haciendo un poco de esfuerzo en recordar, sabes identificar cuál fue ese momento que marcó un antes y un después en tu manera de ver la vida. Esa crisis formó parte de un periodo de tu vida y arrasó con creencias, patrones, relaciones y apegos, o al menos eso pensamos. Desde entonces nuevas prácticas, nuevos planteamientos, un nuevo estilo de vida se hizo hueco en nuestro fértil huerto vital.
A partir de entonces la meditación pasó a ser una práctica deseada, pero realmente costosa. Casi como esos inicios en el gimnasio donde la primera semana lo damos todo, pero a la siguiente no podemos ni con las pestañas. Pronto nos damos cuenta de que tampoco tenemos mucho tiempo para meditar, y más que relajarnos y disfrutar, nos estresamos y agobiamos.
“Es posible que me sienta mejor y no sea necesario meditar todos los días, total, la crisis ya pasó y yo estoy mucho mejor”.
De la misma manera, nos vamos volviendo ligeramente más flexibles con el resto de las aquellas cosas que en su momento tanto nos ayudaron, volvemos a salir de fiesta y pensamos, ¿por qué no? Un vino tampoco me va a hacer daño, además, en esta nueva manera de vivir la vida, me planteé que lo primero sería tener en cuenta lo que quiero y lo que me apetece.
Los retiros a los que asistíamos con tanto interés en busca de la calma, el equilibrio y sobre todo la respuesta al porqué habíamos llegado a semejante pozo sin fondo, se nos antojan caros, lejanos y casi imposibles de encajar con todas las cosas que tenemos que hacer.
Pero las tormentas son cíclicas, y las nubes de la confusión pueden volver a enmarañarse en la mente. Un día en el que la niebla espesa tu mente, te das cuenta de algo. Ese día haces cuentas contigo de la manera más honesta y brutal. Te das cuenta de que estás muy lejos de lograr ese “equilibrio” del que hablan los grandes libros y maestros de la espiritualidad. Te das cuenta de que sigues padeciendo el dolor del apego, del anhelo, del deber de, de qué todavía te importa lo que piensen de ti… Una sensación de fracaso y de autoengaño abraza tu cuerpo, y una frase tatúa tu pecho.
“Nunca llegarás a ser realmente sabio. Nunca dejarás de fracasar, incluso en algo tan intrínseco como es la espiritualidad. Nunca aprenderás. Estás condenado a ser como eres, imperfecto”.
He aquí la verdad más cruda y difícil de digerir en la práctica espiritual, y es que efectivamente no hay experiencia, no hay herramienta, ni meditación trascendida que pueda hacer cambiar nuestra naturaleza humana con su condición de imperfección. Somos perfectamente imperfectos. La espiritualidad no es una carrera en la que luchar contra nosotros mismos, por lograr una meta en la que terminemos por ser perfectos y sabios a los ojos de los demás con grandilocuentes frases. No es un entrenamiento para llegar a ser un gurú, porque en la espiritualidad no hay una jerarquía. Cada persona, está en el lugar que en cada momento necesita estar. Debe haber personas en diferentes puntos de una línea horizontal en la que poder ayudarse unos a otros.
Desde esta perspectiva meditar ya no es una obligación que nace de un “deber de”, sino de la sana y libre apetencia. Tomarse o no un vino, ya no responde a estructuras ceñidas sobre un personaje condicionado, sino de la libertad de elección. Los retiros espirituales, dejan de ser una búsqueda para empezar a ser una escucha comprensiva en la que aceptar la locura humana.
En el camino de la espiritualidad, no hay ningún lugar al que llegar.