La resistencia al cambio

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Resistencia al cambio – Todos deseamos ser creadores del mundo, tenemos ese derecho y lo anhelamos pues vinimos a la Tierra como «fundadores de la realidad»

Llegamos al mundo influenciados por nuestros ascendientes, nuestro material genético es una prueba de que esa potestad existe; también actúa sobre nosotros el hecho de pertenecer a la especie humana, la presencia de distintos niveles cerebrales así lo atestigua; y, finalmente, nuestra conducta está condicionada por un determinismo biológico que nos equipara con el mundo animal mediante el despliegue constante de nuestros impulsos instintivos.

Aún a pesar de no llegar al mundo inmaculados, cuando somos niños nuestra creatividad se manifiesta de manera espontánea; es a partir de experiencias traumáticas cuando comenzamos a negarnos la posibilidad de influir en la realidad desde una perspectiva creativa. Cuando una causa genera un efecto desproporcionado se produce un trauma; el trauma produce aflicción pues el flujo natural de energía que experimentamos con el entorno se interrumpe bruscamente; entonces nos defendemos para no sentir dolor.

Este mecanismo de contracción se manifiesta en todas las dimensiones de nuestra vida, incluso a nivel celular. Cuando una célula intercambia nutrientes o energía con su entorno más próximo mantiene abierta su membrana, pero si se produce cualquier perturbación (por ejemplo un aumento en la densidad del medio) cierra sus poros y bloquea el intercambio. Entonces se activa un proceso de compensación llamado homeostasis que persigue mantener el equilibrio dinámico. Nosotros hacemos lo mismo en distintas dimensiones de nuestra personalidad: hacemos ejercicio físico para mantener ajustada nuestra sensibilidad corporal; nos compramos cosas bonitas para cuidarnos; razonamos para comprendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea; y, buscamos relaciones que nos vitalicen o nos protejan. Todo ello con el objetivo de mantener un equilibrio progresivo en el que sentirnos a gusto.

Cuando esta armonía se ve perturbada por un agente externo o cuando nosotros mismos provocamos el trastorno, tendemos a protegernos y para ello recurrimos a señas de identidad muy primarias; frente al dolor físico o psíquico se activan inconscientemente comportamientos instintivos como la huida, la protección, la sexualidad, la alimentación o la agresividad, que son los cinco instintos básicos que condicionan nuestra conducta.

Como tenemos la facultad de servirnos del lenguaje para desarrollar la capacidad del pensamiento, a esa reacción instintiva le acompañamos de un razonamiento; cuando somos muy pequeños esa excusa es inconsciente y a medida que crecemos los argumentos se hacen más complejos. Finalmente construimos una explicación lógica de la realidad que incluye una descripción de nuestra propia persona. Esto nos proporciona seguridad pues, por un lado, no tenemos que andar cuestionando la vida de manera permanente (simplemente funcionamos desde ella); y, por otro, disponemos de unos pilares desde los cuales podemos evolucionar de forma positiva.

Como la novedad genera incertidumbre la percibimos contraria a la seguridad; sabemos que solo desde la estabilidad podemos evolucionar satisfactoriamente; pero, al mismo tiempo, afrontar un nuevo desafío nos sitúa en una posición incierta. En este sentido, la necesidad de sentirnos protegidos puede llegar a oponerse al desarrollo; esto es positivo si rechazamos una experiencia que pueda ocasionarnos más dolor del que podemos soportar en ese momento; pero, es negativo si nos mantiene atrincherados e incapaces de afrontar nuevos desafíos. Un exceso de seguridad puede ocasionar rigidez y un exceso de desafío puede conducirnos al aislamiento.

Cuando somos niños la tarea principal que tenemos consiste en fabricar nuestra individualidad; exploramos nuestro cuerpo comparándolo con otros, buscamos estímulos que desafían nuestras habilidades motoras y cognitivas o preguntamos constantemente para intentar comprendernos en relación al mundo que nos rodea. Para ello afrontamos cada vivencia como algo inédito; nos encontramos demasiado ocupados viviendo el presente como para andar prediciendo el futuro. Necesitamos extraer e incorporar información a nuestro sistema personal para poder desenvolvernos con autonomía cuando llegue el momento de la independencia familiar; y, estamos muy conectados con la fuente originaria de la que procedemos, el amor universal, de modo que no nos paramos demasiado a juzgar la realidad, simplemente la experimentamos.

Sin embargo, cuando somos adultos, destinamos mucha energía en intentar predecir nuestra propia conducta y la de las personas con las que nos relacionamos; tratamos de calcular la respuesta emocional o racional de nuestro interlocutor y para ello medimos muy bien nuestras palabras y nuestros gestos; y, lo hacemos por miedo a que las relaciones se deterioren o se rompan. Cuando nuestra conducta o la de los demás no responden a nuestras expectativas, proyectamos nuestra idea distorsionada de la realidad en la experiencia que vivimos y tratamos de que se ajuste a lo que consideramos normal. Aparecen los juicios de valor, los intentos de manipulación, las ofensas, las inhibiciones, los desplantes, los consejos bienintencionados, las expresiones corteses y apaciguadoras, etc., el repertorio de habilidades sociales y antisociales es inagotable.

Las conductas que desplegamos para preservar la imagen positiva o negativa que tenemos del mundo y de nosotros mismos, impiden el nacimiento de nuevos retos en las relaciones y eso anula la posibilidad de que modifiquemos nuestra estructura de carácter. Habida cuenta de que nuestro comportamiento defensivo se basa en el miedo a sentir dolor, el precio que terminamos pagando es un aumento de la tensión; cada vez necesitamos más energía para preservar nuestra imagen pero, al mismo tiempo, nos cerramos a la fuente originaria que es el amor. Entonces intentamos obtener la energía de los demás, de las cosas materiales, de las vivencias intensas, etc., este proceso termina por agotarnos y puede conducirnos a una crisis personal; o, a una negación del placer que desemboca en aburrimiento crónico, una de las enfermedades más comunes de nuestro tiempo.

Cuando vivimos experiencias que reproducen nuestros traumas infantiles tendemos a protegernos para no sentir dolor. Esta conducta presenta una doble vertiente: por un lado justificamos nuestras acciones mediante la elaboración de falsas ideas sobre la realidad; por ejemplo nos decimos a nosotros mismos: «para que lo voy a intentar si no voy a conseguir nada»; o, «las cosas nunca cambian», etc.; por otro lado, bloqueamos la energía que necesitamos para sostener nuestro ritmo vital.

Las imágenes idealizadas tienen muchas caras y se van generando a medida que el niño toma conciencia gradual de su propia individualidad y de la sociedad en la que vive. Por un lado, los arquetipos universales del guerrero, la princesa, la bruja, el rey, el mendigo, etc., constituyen referentes a los que el niño accede para desplegar su potencial creativo; y, por otro, comienza a proyectar sobre su futuro las imágenes sociales que le son transmitidas desde su cultura: el médico, la enfermera, el bombero, el escritor, la bailarina… la identidad en gestación combina estos modelos con sus propias experiencias vitales. Al mismo tiempo que el niño construye su individualidad y despliega su conducta siente la necesidad de construir un marco de referencia que la acepte y la valide. Su identidad depende de ello, de modo que el mundo se va convirtiendo en un lugar lleno de amor o de peligros, en un montaje artificioso o en un lugar de compromiso, en una humillación permanente o en un espacio de libertad, en una experiencia de abandono o de satisfacción, etc.

Cuando la respuesta que obtenemos del entorno es negativa, la validación que recibimos no se ajusta a la identidad que necesitamos confirmar, entonces se produce un trauma que puede afectar de manera más o menos significativa a nuestra evolución posterior. La razón por la que a unas personas nos afecta una experiencia de forma traumática y a otras no, parece residir en la misión que hemos venido a realizar a la Tierra. En cambio, cuando la respuesta que obtenemos del entorno es positiva, la experiencia vital corrobora nuestra identidad, entonces no tenemos miedo de actuar de acuerdo con nuestro actuar esencial; construimos una imagen positiva del mundo y de nosotros mismos y desplegamos una conducta saludable.

Javier Revuelta Blanco
Director de La Escuela de Desarrollo Personal
www.revueltablanco.com