Recuperar nuestra inocencia

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La inocencia es una cualidad poco valorada. Si te llaman inocente, te están tildando de tonto, de ignorante, de confiado, están considerando que tus acciones o palabras carecen de “realismo”. Te están diciendo también que no has madurado, que no te has endurecido como el resto de la gente, que estás en la inopia y no te enteras de cómo funciona el mundo. En una palabra, cuando alguien te llama inocente, te está insultando.

Sin embargo, la inocencia indica tu falta de malicia y de segundas intenciones (como si eso fuese digno de alabanza), está demostrando tu transparencia y tu confianza en la vida. Una persona inocente se abre al mundo sin miedo y sin dobleces, por eso es una de las principales cualidades asociadas a la infancia y es de las que primero perdemos. También está relacionada con nuestra capacidad de asombro, con nuestro pensamiento creador y con nuestra divinidad.

Cuando descubres algo que te parece increíble o milagroso, ahí asoma la inocencia, entre los resquicios del “personaje adulto”. Cuando te atreves a hacer algo que se considera inapropiado en un determinado contexto, a mostrar espontaneidad o a improvisar, es el niño interior intentando atravesar los muros que hemos levantado para contenerle. Quiere salir afuera porque se asfixia, quiere recuperar su natural expresión y quiere divertirse.

Ser inocente es nuestra naturaleza intrínseca hasta que la “socialización” progresivamente nos la inhabilita. El problema que conlleva la socialización es que transforma al individuo inocente que somos en un proyecto de persona arrugado o roto y pasamos de ser esencia a ser apariencia. Para ser aceptados debemos ser como se espera que seamos y, para ello, suprimir de nuestra naturalidad o esencia todo aquello que se considere inconveniente socialmente hasta construir una apariencia llamada ego.

A este proceso se le llama “madurar”, pero ¿en qué consiste realmente madurar? Se tiene la creencia que el nuevo ser es como un recipiente vacío al que hay que moldear y llenar de contenido, pero es justo al revés, todos traemos una equipación singular que necesita ser expresada. Por este motivo, la obligación de comportarse repitiendo los patrones de la comunidad, es algo forzado que anula progresivamente esa singularidad innata. Así, la maduración o encaje en el sistema, garantiza que la mayoría actúe de una determinada manera también llamada “normal”, pero no asegura que esa forma sea la más beneficiosa o adecuada.

En realidad ninguna educación es natural, siempre transforma a los sujetos para que se adapten al contexto social, que se reproduce una y otra vez sin apenas cambios. Esto sólo genera frustración e infelicidad porque manipula la natural predisposición de las personas. Por eso, en pocas ocasiones se llega a la edad adulta siendo totalmente inocente, tal vez con excepción de quienes tienen una discapacidad intelectual y se presupone que no saben bien lo que hacen. Realmente son más libres de expresarse que la mayoría.

Madurar nunca debería implicar la renuncia a lo innato, sino la profundización en lo que cada uno es y la responsabilidad que conlleva de compartirlo. Expresar toda la gama de colores que traemos al nacer llenaría de matices el mundo y nos haría más felices, porque ¿cómo puede haber felicidad sin libertad? Libertad de crecer y descubrir qué nos atrae, qué estimula nuestra curiosidad, pues detrás de esas inclinaciones e intereses naturales están nuestros dones y talentos. Esa pérdida de oportunidades de compartir nuestra esencia es lo que nos hace ponernos grises.

Existe una perniciosa estrategia utilizada por los sistemas sociales para amaestrarnos desde la infancia, se llama “normalidad“. Se basa en valoraciones de “expertos” que han establecido unos parámetros X y si no encajas en ellos ya no eres “normal”. Esta herramienta se emplea desde el mismo momento del nacimiento, donde al bebé se le pesa y se le mide como si fuese una manufactura. En esa primera etapa, la normalidad se centra sobre todo en el ámbito físico, pero a medida que crecemos, se va poniendo más énfasis en el área del comportamiento.

Los diversos agentes socializadores catalizan todo el proceso. En la familia nos enseñan mediante premios y castigos y, como dependemos por completo de los adultos que nos cuidan, termina siendo inevitable “portarse bien”. En ese anhelo de atención y cariño a veces hemos de competir con nuestros propios hermanos y no hay nada más doloroso que sentirse menospreciado o rechazado durante la infancia. En esta etapa se originan los traumas que nos persiguen toda la vida y son las primeras frustraciones que minan nuestra confianza.

Cuando ingresamos en las instituciones educativas, el concepto se traslada a nuestros resultados académicos. Será en esta fase donde la denominada “educación” arrasará con la mayor parte de nuestra autenticidad al llenarnos de obligaciones e información sesgada. El empeño por doblegar a todo el mundo y al mismo ritmo es el origen de la frustración social y tiene como objetivo entrenarnos para competir en el mundo laboral. Y aquí, en la escuela, se perfecciona otra malvada estrategia de doblegamiento llamada “comparación”.

La continua comparación entre iguales por el rendimiento en los estudios, por destacar en todos los ámbitos, ser reconocido y aceptado, va poniendo más y más distancia entre el individuo y su íntima naturaleza. Toda la presión ejercida socialmente sobre el Ser para que se integre en su comunidad, hace que tarde o temprano claudique y rinda sus sueños a las expectativas de terceros: familia, profesores, amistades, jefes… Este descorazonador proceso da como resultado que olvide sus dones y talentos para ser una persona “normal”, o sea, del montón. De hecho, al “raro” o “distinto” el grupo le rechaza y en muchos casos es víctima de bullying, mobbing o mil formas de acoso.

La “normalidad” intenta igualarnos, pero no en un sentido amplio de derechos y libertades, sino de adormecimiento, de embobamiento. Cuanto más se embauca al ser humano más manipulable se vuelve. Es un sistema que te empuja a poner siempre el foco afuera ya que, mientras te encuentras amarrado a los condicionamientos y deseos externos, eres más manipulable. Así, cuando los adultos normales construyen nuevas familias, se vuelve a iniciar el ciclo.

Aquellos que resguardan su inocencia y sus anhelos entre capas de rebeldía y nos inspiran con modelos diferentes, están casi siempre en los suburbios del sistema. Se encuentran allí porque son quienes no se someten para encajar en zapatos demasiado pequeños, quienes sueñan a lo grande, quienes abren caminos poniendo en cuestión las normas establecidas, quienes dejan volar su imaginación: inventores de todas las épocas, artistas, escritores, diseñadores, y todo un elenco de personas altamente resilientes tomadas a menudo por locas.

Recuperar la inocencia pasa por hacer un profundo ejercicio de regreso a uno mismo

Recuperar la inocencia pasa por hacer un profundo ejercicio de regreso a uno mismo. Tras décadas de domesticación, llevar la atención dentro cuesta. Rescatar a nuestro niño interior es una tarea ardua porque desconfía, se siente traicionado por ignorarle durante lustros mientras buscábamos ser aceptados en el mundo adulto. Sin embargo, es quien guarda las memorias de nuestro bagaje vital y de la profundidad de nuestro mundo inconsciente que nos persigue a día de hoy.

Para conectar con su universo hay que atravesar un auténtico “campo de minas” porque ha acumulado demasiadas cargas emocionales. El tamaño de sus heridas es proporcional al tiempo de abandono y a la intensidad de las experiencias que le llevaron a claudicar. Este pequeño Ser tiene la llave que conecta con nuestra inocencia, la paz interior y la capacidad de vivir con gozo y alegría.

Realizar actividades que nos hacen reír, jugar y tomar la vida con liviandad, con disfrute y gratitud, facilita mucho el rescate de este Ser que habita dentro. En realidad, continuamos siendo niños en cuerpos grandes, tristes y dolidos, pero la mayoría con un resquicio de esperanza.

Nota: para que la lectura fuese más fluida he utilizado el masculino genérico, pido disculpas por si alguna mujer no se ha sentido representada.

María del Mar Del Valle
Educadora Social
asdipagua@gmail.com