Nuestros sentidos – Cada año se repite el ciclo estacional pero siempre de un modo nuevo. No hay un año que se le parezca a otro, como tampoco existen dos miradas iguales a pesar de que el color de los ojos sea el mismo. Los pájaros son los responsables de cantar esta fiesta estival que pasa desapercibida para la gran mayoría pues muchas veces no somos capaces de ver más allá de nuestro discurrir cotidiano, pero lo cierto es que para quien lo desea, para la persona que tiene su sensibilidad a flor de piel, esta época del año, junto con la primavera, posee un encanto muy especial. La vida, una vez más, atraviesa el silencio desconsolador de la muerte para dejarse sentir, para expresar, para adornar la tierra de belleza, aromas y madurez.
Las personas, desempleados en esta tarea de vestir la naturaleza, poseemos un lugar especial en esta función. Nuestros sentidos nos abren a lo bello y a lo bueno. Cinco puertas por las que podemos captar todas las expresiones, cada matiz escondido tras lo que podemos ver, oler, escuchar, sentir y saborear. Creo que puede ser interesante ofrecer algunas pinceladas a propósito de cada uno de estos ventanucos personales, con objeto de dibujar algo de lo propiamente humano que nos abre a una ultimidad que subyace a todo.
Reeducar la mirada
La vista puede ser la primera de estas pinceladas. Quizá puede estar bien, y más aún cuando vivimos en un tiempo en el que la imagen tiene un poder casi absoluto, comenzar por analizar cómo está nuestra mirada. ¿Desde dónde miramos? ¿Qué miramos? ¿Por qué centramos nuestra atención en aquello que hacemos? Las preguntas pueden ser un modo de abrirnos a la reflexión y de que podamos descubrir algunos aspectos de nosotros mismos. Todos tenemos respuestas a cada una de estas cuestiones e incluso a otras que cada uno podría formular. Lo relevante reside en la capacidad de darnos cuenta de la motivación que genera nuestro modo de mirar la realidad. En función de cómo sea esta forma de ver, así podremos admirar y reconocer la belleza hasta de lo más insignificante que puede estar aconteciendo.
Pero para ver hay que arriesgarse a mirar, y una vez que nos hayamos arriesgado, habremos de considerar cómo es nuestra capacidad de apertura a lo nuevo. Sin apertura interior es imposible captar nada del exterior. Cuando uno se convierte en «vigía» de la vida es capaz de dejar de ver para poder contemplar pues esto es algo que sólo posee el ser humano ya que ha nacido para ello. Sólo desde aquí, desde este modo más profundo de admirar la realidad podemos ser capaces de captar lo invisible en lo visible. Así es cómo la persona es capaz de reconocer la dimensión sagrada de todo lo creado.
El secreto de esta mirada reside en la capacidad de mirar sin prejuicios, sin pensar nada, simplemente dejando que lo que está delante de nosotros sea lo que es y, sobre todo, pueda sorprendernos. Con dicha mirada, ese árbol que contemplamos a diario deja de ser algo cotidiano para convertirse en un elemento extraordinario pues podemos comenzar a admirar y reconocer la belleza de su forma, el verde de sus hojas, las vetas de su tronco, su silueta, el vaivén de sus ramas… en definitiva, la vida latente en él y que conecta con nuestra propia vida.
Todo encierra dentro la belleza y el encanto que la vida esconde en su interior. Está ahí fuera esperando ser contemplada, no sólo ser vista. Vemos muchas cosas pero atendemos y descubrimos muy pocas. Sería sorprendente que esta primavera pudiéramos abrirnos a algo nuevo y que nuestros ojos pudiesen admirarlo y reconocerlo. Sólo si logramos acoger y reconocer las maravillas que nos rodean podremos iniciar un nuevo vivir.
Escuchar por primera vez
Junto con las imágenes, los sonidos ocupan un lugar muy considerado. Escuchamos infinidad de ellos, de músicas, anuncios, noticias. Nuestros oídos están saturados de tantos timbres que suenan y resuenan en nuestra cabeza y que terminan instalándose en nuestro interior. Si las imágenes distraen e hipnotizan a las personas, los sonidos se alían con esta causa formando parte de la cultura de la distracción en la que estamos inmersos. Todo nos distrae. Ya no sólo en el sentido de entretenernos sino también en el de despistarnos. Hay demasiado ruido que nos anula y mantiene intranquilos.
Tendríamos que ser mucho más exquisitos a la hora de prestar nuestra audición. Dejar que algunas cosas tan sólo sean oídas y seleccionar lo que creemos que merece la pena ser escuchado. No es lo mismo una cosa que otra, pues la segunda precisa de nuestra atención y disponibilidad mientras que en la primera tan sólo interviene el oído. Tal vez tendríamos que ampliar el significado del famoso refrán «a palabras necias, oídos sordos», por «a ruidos necios, oídos sordos». Nuestra salud también depende en gran medida de esta elección.
Pero ahora, en este verano preñado de aromas primaverales, tenemos una oportunidad maravillosa para deleitarnos auditivamente. Una oportunidad para ser capaces de escuchar lo que hay detrás de todo ese maremágnum de sonidos que nos aturullan, de escuchar como si fuese la primera vez que lo hacemos. Hay toda una orquesta tocando para nosotros sin que nos demos cuenta. No sólo los pájaros, que amanecen antes de que el sol se desperece en el horizonte entonando trinos alegres, sino el sonido de los árboles ya más verdes, el agua en las fuentes, las risas de los niños correteando por los parques. Todo esto y mucho más acontece mientras elegimos encender la televisión y dejar que nos emboben controlando y manipulando nuestros intereses. Optar por la salud supone decidir no sólo lo que vemos y escuchamos sino la causa a la que nos entregamos y ponemos en juego.
Además de lo aparente también subyacen melodías ocultas que sólo son captadas por aquellos que se abren a la realidad. Hay una armonía que subyace a lo cotidiano y que mantiene la vida latente. Ser capaces de escuchar los sonidos que nuestro corazón compone a cada segundo es algo más profundo y hermoso de lo que imaginamos. Es el sonido de la misma vida que late en nuestro interior. Un sonido sordo, silencioso, inaudible, pero que nos acompasa.
Por último, podríamos hablar del sonido más hermoso que podemos escuchar: el silencio. Éste es el causante de que todo lo demás pueda ser percibido, es el que ofrece la condición necesaria para que podamos recrearnos en las distintas melodías que llenan nuestros días y noches. Además es el único que permite que cada uno podamos escucharnos a nosotros mismos y que podamos percatarnos hasta de lo más imperceptible. El silencio es la partitura en blanco que acoge a todas las notas y que ofrece un lugar especial a la clave.
Todo en nuestros oídos oscila entre el silencio más absoluto y las melodías más hermosas. Permitir que ambos se estrechen en un abrazo es dejar que la armonía tenga un espacio en nuestro interior.
Saborear la vida
Tal el verano también ofrezca una nueva oportunidad para saborear la vida. Si bien hemos comentado que la imagen y los sonidos nos tienen hipnotizados, quizá estaría bien que abriésemos nuevas vías para recuperar la sensibilidad que nos es innata. Recuperar la capacidad de saborear, darle al sentido del gusto un espacio y un tiempo para redescubrir su talento aletargado.
Si nos observamos un momento podremos ver cómo cuando comemos lo hacemos por necesidad. Comer es puro trámite para quitarnos el hambre que se hace manifiesto en determinadas horas del día. Como solemos decir: comemos para llenarnos la barriga. Considero que comer es todo un arte y que, como tal, hace falta cuidarlo y trabajarlo para poder desarrollarlo. Y esto sin perder de vista que el tiempo que empleamos para ello es un tiempo personal, un tiempo que también es posible vivirlo, no es un tiempo de trabajo que hay que pasar para hacer algo que nos deleite más. Sentarse a la mesa es una oportunidad que se convierte en posibilidad para estar presentes en lo que hacemos y en nosotros mismos. Podríamos decir que es una coyuntura para meditar y, sólo por esto, el comer se convierte en una oportunidad para saborear la vida.
Cada alimento que nos llevamos a la boca posee una infinidad de matices que pueden ser descubiertos si reparamos en ellos. Hay múltiples sabores que se mezclan, que varían el sabor final de la comida, que sorprenden. Los sabores no son sólo amargos, salados, dulces o ácidos. Hay mucho más detrás de ellos pues las combinaciones son innumerables pero para llegar a percibirlas es necesario quitarle primacía a la vista pues cuando miramos un plato ya hemos perdido la mitad de los matices que podríamos captar si nuestra atención se centrara exclusivamente en el gusto. Quizá como mejor se entiende esto es haciendo la prueba en la próxima ocasión que se nos presente.
Pero el amor por la vida no es tan sólo el sentido del gusto en lo que al paladar se refiere. El gusto por la vida abarca otra multitud de aspectos que precisan de los demás sentidos pues es una actitud de apertura hacia lo que nos rodea. Quizá sea por ello por lo que exista la expresión «tomarle el gusto a las cosas». No creo que tenga que ver con llevarse alimento a la boca, aunque eso no quita que uno pruebe algo que pueda resultar extraño en un primer momento. Me inclino por la expresión que apunta más bien a sacarle el jugo, a captar la esencia que hay detrás de las cosas, consistiría más bien en desentrañar el misterio que reside tras la apariencia de lo que vemos, oímos, olemos, gustamos o tocamos.
El sabor que tiene la vida, el gusto por la vida está detrás de todo, y es lógico que sea así pues si estuviera a merced de la mano perdería el sentido y su gracia. Además, como todos sabemos, las personas somos especialistas en desazonar las cosas, en quitarle aquello que las hace especiales; quizá por ello lo profundo esté precisamente detrás de lo aparente para que no pueda ser viciado y para que siempre que se descubra se pueda experimentar como algo nuevo, algo que siempre está por descubrir y que nunca termina de sorprendernos.
Hay que aprovechar la primavera para redescubrir el gusto, recuperar el paladar para saborear el mundo que nos rodea. Tal vez ahí resida una de las claves para lograr vivir cada día como nuevo y dejar que sea un día más.
Los aromas escondidos
En el ámbito de los sentidos, el olfato ha perdido un puesto importante que ha tenido mucho que ver con el momento en que el hombre se hace del todo humano y toma una postura erguida. En el momento en que éste se volvió bípedo (efeméride decisiva en nuestra prehistoria familiar) perdió el vínculo especial que tenía con la tierra; ganó altura para muchas cosas, pero perdió irremediablemente conexión con otras. Este fue el instante en que su capacidad olfativa se vio mermada en pro de las demás funciones sensitivas perdiendo relación con otro mundo de sensaciones más primarias, y esto es así porque las moléculas que tienen relación con los aromas son más pesadas y se encuentran por debajo de nuestro olfato, más cerca de la tierra.
Además, los olores son potenciadores del sabor. Al obviar esto, aquello que comemos pierde intensidad, por lo que convertimos nuestras comidas en un puro trámite perdiéndonos así el momento de deleite que puedan suponer. Está claro que este es otro instante más de nuestra vida que puede ser vivido, y no como algo que simplemente hay que hacer porque sí.
Hay un sinfín de aromas escondidos detrás de cada momento de nuestra vida. Estoy convencido de que todas las personas hemos tenido oportunidad de comprobar cómo detrás de cada recuerdo también se esconde un olor concreto que cuando nos topamos con él después de mucho tiempo vuelve a revivir en nosotros aquella experiencia primera. Las fragancias se esconden en nuestro corazón envolviendo al pasado. No hay pasado sin más, los recuerdos siempre están acompañados de un olor y de muchas emociones, no son meras imágenes que regresan a nuestro pensamiento.
Es curioso ver cómo las fosas nasales, que es donde reside la capacidad olfativa, son además las encargadas de tomar el aire al respirar. La respiración nos mantiene vivos, nos conecta con la vida exterior y con nuestra propia intimidad… los aromas también nos conectan con todo lo que nos rodea. Gracias a algo tan simple y sencillo como es el respirar podemos estar aquí, leyendo, escuchando, oliendo, degustando lo que las palabras nos sugieren pues esto no deja de ser algo constitutivo de lo humano. Ser conscientes de nuestras capacidades sensoriales nos permite tener un vínculo más estrecho con la vida. Darnos cuenta de la cantidad de matices que acompañan nuestro día a día nos permite revalorar nuestra vida, nos hace sentirnos dichosos y, ante todo y sobre todo, agradecidos, pues no deja de ser una experiencia que brota de la gratuidad más absoluta.
Considero que sería muy acertado por nuestra parte revalorar el sentido del olfato pues al final oler siempre ha guardado relación con poder vislumbrar el misterio de la vida, con el misterio de la transformación. Es en el aroma de la naturaleza donde siempre vamos a poder reconocer algo de la vitalidad que sostiene todo, que es diáfana y plena, y que apunta directamente al gran misterio que lo sostiene todo, que está en todo y que es más que todo ello junto.
Hoy puede ser una buena oportunidad para percatarnos de algunos olores que nos rodean, de disfrutar con ellos y, al mismo tiempo, de poder ser agradecidos por ello.
El con-tacto necesario
Es la última parte de esta serie sensorial con la que he querido rendir homenaje a la naturaleza, al tiempo que he procurado valorar las potencialidades reales con las que cuenta el ser humano. Reconocer y recuperar las capacidades tan especiales que tenemos en nuestros sentidos nos conecta con la vida de un modo nuevo y especial. Creo que merece la pena reeducar nuestros sentidos en esta dirección con objeto de percibir cosas nuevas que hasta este momento han estado ocultas por nuestra propia insensibilidad.
Con el sentido del tacto finalizamos este recorrido sensorial. He querido que sea éste el último de ellos porque es el más olvidado. Pasa desapercibido por haber sido de los más castigados. En mi mente resuenan aquellas palabras de la infancia en la que se me decía: «niño, eso no se toca». Tocar siempre ha formado parte de nuestra capacidad para conocer el mundo que nos rodeaba y, seguramente, el que aún nos rodea. Necesitamos tocar, palpar la realidad, interactuar con ella desde nuestra piel. Es importante que nuestros saludos, bienvenidas o despedidas tengan lugar a través de las manos, los abrazos o los besos. En todas estas acciones el contacto está asegurado.
También llama la atención reparar en los gestos que son necesarios para sanar a alguien de alguna dolencia. Hace falta tocar del modo que sea para esclarecer un diagnóstico. La piel juega un papel sin precedentes en nuestras relaciones, sin embargo también nos hemos hecho pudorosos en este sentido. Todos los gestos que precisan de contacto se realizan de forma rápida y concisa. Pareciera que nos jugamos algo más si el contacto se excede. Por el contrario, en momentos muy puntuales nos atrevemos a jugarnos más porque la confianza está de por medio. La realidad es que nos movemos entre el contacto y la retirada en las relaciones, pero está claro que el contacto es más que necesario pues al final somos seres sociables.
En este sentido me gustaría reivindicar las experiencias en que el tacto, el contacto (el tacto con otros) se pone de manifiesto. Creo que, si bien es verdad que nos abrazamos, besamos y tocamos, no llegamos a poner conciencia en esos momentos y, desde la inconsciencia, se hacen superficiales y mecánicos. Cada oportunidad que tenemos de poder estar con otras personas esconde algo especial si estamos presentes en ese encuentro. Aquí es donde radica la diferencia. Estamos demasiado acostumbrados a mecanizarlo todo y, por esta razón, vivimos a medias. La otra persona con la que contactamos requiere de nosotros nuestra presencia, no nuestra atención, aunque creamos que es más bien al contrario, y, nuestra presencia sólo la podemos ofrecer si nos abrimos al otro y estamos con él mientras estamos con nosotros (esto es, mientras nos damos cuenta de lo que está sucediendo, es decir, nuestra sensibilidad está ahí, no en nuestros pensamientos).
Me llama la atención que existan en nuestro vocabulario frases del tipo: «hay que hacer las cosas con tacto», es decir, con cuidado. Si esta equivalencia la entendemos desde ahí, significa que en el tacto se esconde una dimensión que procura el bien del otro y, por consiguiente, sólo podemos mirar por el otro si estamos al cien por cien con él.
El verano también nos brinda oportunidades para darnos cuenta de todo esto. No hay más que tocar, con cuidado (con tacto), los pétalos de las flores que aún quedan, acariciar los troncos de los árboles y sentir la infinidad de pieles con los que se recubren, o dejar que el viento acaricie nuestro rostro mientras logramos sentirlo y disfrutarlo. Todo está ahé fuera esperando ser descubierto por primera vez, tan sólo depende de nuestra actitud y de nuestra sensibilidad.
José Chamorro
Diplomado en Magisterio y Licenciado en Pedagogía
www.josechamorro.es