Los tacones

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Soy mujer. Tengo pies para caminar por el mundo. Mi anatomía es como la del hombre: dos pies con planta, talón y cinco dedos en cada uno. Sin embargo, este diseño natural deja de ser funcional cuando me pongo tacones.

Los zapatos de tacón son elementos distintivos de género, más perniciosos que la laca de uñas o teñirse mechas en el pelo. Son herencia de una cultura machista que nos fuerza a llegar más allá de nuestros límites tanto físicos como simbólicos.

De entrada, guarda mucho paralelismo con la tradición china que consideraba un símbolo de belleza que las mujeres tuviesen unos pies pequeños y, para ello, les forzaban con vendajes que rompían sus huesos desde muy temprana edad. Una práctica tan cruel como la ablación y que se llevó a cabo con millones de mujeres durante más de diez siglos.

En la cultura occidental, no se produce un destrozo tan aparente, sin embargo, es corriente encontrar lesiones, juanetes, callos, etc, a causa del uso de este tipo de calzado. Sólo quien haya tenido problemas en los pies sabe lo doloroso que resulta caminar en estas circunstancias.

Asimismo, la columna vertebral sufre un cambio en sus curvaturas naturales al verse impulsada hacia adelante por los zapatos, por no hablar de la tensión permanente de los gemelos y otros músculos de las piernas. Se genera una constante sensación de que te vas a caer, si no es hacia adelante, es hacia los lados, porque la probabilidad de sufrir un calambre o un esguince es altísima.

Otro problema que puede suceder es que el tacón se encaje en las múltiples ranuras y orificios que la ciudad exhibe en sus calles. Por supuesto, nunca vayas de excursión al campo con este tipo de calzado, que tengas que caminar por zonas empedradas o subir y bajar largos tramos de escaleras.

Producen tal tipo de acomodación del cuerpo que, con el tiempo, las mujeres acostumbradas a llevarlos ya no saben andar con normalidad, es decir, apoyando el talón como es debido y completando todo el juego de los tobillos.

¿Qué se esconde detrás del uso común de los tacones cuando caminar con ellos resulta incómodo, peligroso y perjudicial para la salud?

Es significativo que se empiecen a utilizar en la adolescencia. Yo no fui una excepción. Con 15 años me compraron (a petición mía) mis primeros zapatos de tacón. Tenían unos 7 u 8 centímetros de altura y una base relativamente gruesa. Recuerdo que los estrené una mañana de domingo para ir a misa (a las de mi generación nos obligaban a esas cosas). No se me ocurrió contar las veces que me desequilibré y me retorcí los tobillos, sólo recuerdo que ya en casa, los guardé cuidadosamente en la caja y jamás me los volví a poner (a pesar del mosqueo de mi madre por no amortizar el gasto).

Mi siguiente experiencia fue con 17 años y con unos zapatos de tacón más bajo pero muy fino y con una puntera estrechísima. Me pasó exactamente lo mismo, con el agravante del dolor de dedos a causa de ese salvaje diseño.

La última vez fue por motivos laborales, durante mi época de dedicación al teatro. Tuve que interpretar a dos señoras y, por designios del montaje, me vi obligada a llevar unos espantosos zapatos de tacón. Mi miedo escénico no consistía en un posible olvido del texto, sino en el pavor que me daba esmorrarme en el escenario, por no hablar del culo pollo que sacaba y lo poco que eso beneficiaba mi promoción profesional.

Mi corta experiencia llevando tacones fue suficientemente relevante como para que nunca más desease arriesgarme a hacer el ridículo o romperme algo. Yo respeto que cada cual sea libre de vestir o calzarse a su gusto, pero quiero compartir algunas reflexiones relacionadas con nuestra socialización como mujeres.

Como he comentado, los tacones se empiezan a usar en el momento en el que comenzamos a mostrarnos al mundo. Hacen que nos elevemos más allá de nuestra talla. A nivel físico, la única ventaja que encuentro es cuando tu pareja es más alta que tú, porque besarse obliga al cuello a adoptar posiciones altamente contracturantes. Caminar con tacones te pone las piernas en tensión, lo que define más la musculatura. Si a esto le sumamos una minifalda y subiendo una escalera, quien vaya detrás no podrá apartar su mirada de nosotras.

Si esta forma de mostrarnos obedeciese a un gusto muy personal, estaría muy bien, el problema es que en la mayoría de las ocasiones seguimos modas y patrones y no reflexionamos por qué hacemos determinadas cosas. Otro ejemplo es fumar. A nadie que haya probado su primer cigarro le ha gustado, más bien le ha causado tos y le ha dejado un regusto asqueroso en la boca. Con los tacones pasa igual. Andar con ellos genera una sensación corporal de desequilibrio e inseguridad, entonces ¿por qué insistir?

A un nivel emocional y simbólico, ¿por qué querríamos sentirnos así, salvo que estemos entrenando para trabajar como equilibristas en un circo? ¿No será porque las mujeres tenemos que estar siempre demostrando que valemos y nos superamos cada día haciendo lo imposible? ¿Se trata de una costumbre adoptada por las propias mujeres o es otra herencia del machismo para que nos sintamos en desventaja?

Me sorprende que desde el feminismo no se haya cuestionado todavía este tema, porque nuestro avance en esas condiciones de inseguridad siempre será más lento que el del hombre por razones obvias. Todo depende de cómo queramos movernos en el mundo, con firmeza, pisando bien la tierra y conectándonos con su energía o como si estuviésemos siempre en una cuerda floja.

Se me ocurre argumentar también qué sucede cuando vas a perder el autobús, llegas tarde a recoger a tu hijo al colegio o te persigue un agresor. ¿Puedes acaso correr? ¿No crees que los tacones te incapacitan para esa función tan natural y, en el peor de los casos, te hacen más vulnerable a la hora de huir de un peligro?

Por más tacones que nos pongamos, el techo de cristal lo colocan cada vez más alto. ¿Se trata de ser eficientes, de sentirnos realizadas o de estar monas según unos estándares que con toda seguridad nos han sido impuestos?

La apariencia y los zapatos de tacón tampoco garantizan nada hoy en día: ni un buen ascenso ni un buen matrimonio… ¡jajaja! Digo esto porque en China creían que tener los pies pequeños aseguraba casorios más provechosos. Pero lo que se consideraba socialmente una forma de andar refinada, se traducía para la mujer en dolor, reducción de la movilidad, caídas frecuentes y dependencia de terceros.

Tenemos pies como el hombre. ¿Acaso utiliza él alguna indumentaria que le reste comodidad, autonomía o que condicione de forma tan evidente su “equilibrio” en el mundo? ¿Por qué usar un elemento que nos limita en tantos aspectos? Y, además, tenemos incorporada una falsa idea: relacionamos el uso de tacones con la “elegancia” en el vestir.

Evidentemente todo depende de cómo lo experimenta cada mujer, pero sugiero que pongamos atención en cómo se sienten nuestros pies y nuestro cuerpo caminando con y sin tacones. Después de eso, reflexionar sobre los pros y los contras de utilizarlos en la vida diaria, su simbolismo y los estereotipos asociados y, finalmente, decidir con libertad cómo queremos mostrarnos al mundo.

Especialmente ahora que apostamos de forma irrenunciable por la igualdad.

María del Mar del Valle
Educadora Social
asdipagua@gmail.com