Llevamos miles de años reflexionando, elaborando teorías y argumentos filosóficos y religiosos acerca del sentido de la vida, sin embargo, seguimos estando lejos de comprender el por qué vivimos lo que vivimos y para qué. No sabemos si lo que nos sucede es fruto de un diseño previo antes de nuestro nacimiento, si vamos construyendo y configurando nuestro destino a medida que avanzamos o si es fruto del azar. En pocas palabras: sigue siendo un misterio.
Igual que se entremezclan las idas y venidas de los trenes en una gran estación, cada día nacen y mueren personas. Cada individuo se sube al tren en un punto del trayecto y se baja en otro, ¿es algo aleatorio o tiene un propósito? ¿Qué papel juega el cuerpo en este entramado? ¿Y qué traemos y llevamos como equipaje? ¿Experiencias? ¿Sentimientos?
Son preguntas que cada cual se responde según sus creencias, según su fe, pero, ¿por qué tenemos tanto miedo a morir? Y lo más importante, ¿por qué tenemos tanto miedo a vivir? Con tanto miedo en juego, ¿qué es lo que nos impulsa y nos hace aferrarnos a la vida aunque lo que vivamos no sea deseable? ¿Para qué tanto derroche de resiliencia cuando todo acabará más tarde o más temprano? ¿Y cómo lo viven otros seres vivos como las plantas y los animales?
Hace unas semanas encontré un pájaro muerto en una acera… ¿tendría miedo cuando sintió que su hora de partir se acercaba? ¿Le costaría levantarse esa mañana y cantaría a pesar de todo? Es todo un enigma. Este tipo de preguntas pueblan actualmente mi cabeza.
Considero que lo que estamos haciendo como sociedad no es vivir, es sobrevivir, porque el estilo de vida que tenemos no es amable, ni saludable, ni armónico con nuestro entorno. Simplemente respiramos como autómatas, nos aferramos a una existencia que trata de dar la espalda a la muerte, la cobardía nos atenaza e impide vivir según nos dicta el corazón. Creemos que somos libres, que perseguimos nuestros objetivos y tomamos nuestras propias decisiones cuando en realidad seguimos el flujo del rebaño. Yo lo llamo el gregarismo de la mezquindad. Hablemos claro: estamos atrapados.
El miedo es la enfermedad más silenciada y todo el mundo la padece en mayor o menor medida. Sin embargo, está muy mal visto expresar que sientes miedo porque eso implica que te consideren vulnerable o una víctima, y aunque parece que vivimos en un mundo de valientes, de héroes, es sólo apariencia.
Una vida feliz sólo puede experimentarse cuando el temor no entra en la ecuación. Si alguien desea viajar y conocer países lejanos y no consigue superar el pánico a volar, esa persona vivirá con ese anhelo toda su vida. Si por no sufrir se cierra el corazón y se evitan nuevas relaciones o para no quedarse sin empleo se hace lo que sea, incluso daño a otros, eso significa que eres presa del miedo.
Existe también lo que se llama “profecía autocumplida” por la cual, cuando alguien tiene miedo, lo atrae de forma irremediable. Los pensamientos irracionales que entran en acción (apoyados muchas veces en experiencias pasadas que nada tienen que ver), generan una serie de efectos en cadena que terminan configurando aquellas circunstancias que se temen.
Somos una especie gregaria, que vive y se desarrolla en comunidad. Necesitamos de las relaciones humanas desde el momento en que nacemos hasta nuestro último aliento. Nos gusta sentir afecto, reír, divertirnos. Nos gustan las experiencias en grupo. El intercambio con otros congéneres es lo que nos ayuda a crecer, a forjar nuestra personalidad, a ampliar nuestros horizontes. Justo lo que se ha cercenado en estos últimos tiempos.
La situación que nos acontece desde el primer trimestre del 2020 está haciendo aflorar todo el miedo que hemos acumulado socialmente sobre la muerte. Por miedo a morir estamos pensando, sintiendo y haciendo cosas terribles, algunas de ellas atentan seriamente contra los derechos humanos más elementales. No considero necesario poner ejemplos pues cada cual tiene su propio imaginario personal y tampoco es mi propósito detenerme en este aspecto de la cuestión, lo que quiero es más bien, destapar esta olla y encarar la situación, ponerla en evidencia.
Por miedo, hay millones de personas que continúan en shock, que son incapaces de levantarse cada mañana con un mínimo de estímulo, con ganas de afrontar las nuevas circunstancias y atravesar esta especie de chapapote que ha impregnado todo. La sociedad está literalmente muriéndose de miedo.
Se trata de una emoción elemental, básica, que nos ha ayudado en muchos momentos a avanzar como especie, sobre todo cuando la descarga de adrenalina nos aportaba un chute extra de energía para salir huyendo. Este miedo es natural y útil, biológicamente hablando.
Sin embargo, hay otro tipo de respuesta al miedo que está condicionada por la educación y la cultura. Se trata de miedos “creados” socialmente: a la crítica, al rechazo, a equivocarse, a tomar decisiones atrevidas, a saltarse las normas, a perder lo que se tiene… la lista es muy extensa, es por eso que al final, lo que suele suceder, es que el miedo nos atrapa y nos bloquea mediante mecanismos intangibles.
Evidentemente se puede seguir adelante con miedo, pero ¿con cuánto? ¿Qué cantidad resulta útil y a partir de qué punto nos lleva únicamente a sobrevivir?
Como oveja negra que cree que la vida no puede reducirse a la adquisición de bienes materiales y al logro de un puñado de sueños, pienso que el miedo es el principal impedimento para lograr la trascendencia y la coherencia entre corazón, mente y espíritu. Nos pesa el pasado y nos preocupa el futuro, por eso no experimentamos el presente con conciencia y agradecimiento.
Cuando se vive con plenitud y reconociendo que la muerte es un hecho más de la vida, cada minuto cuenta y cuando llega el momento de partir, el tránsito se aborda sin conflicto, sin sufrimiento. Tenemos el ejemplo de las culturas de los indios de Norteamérica. Cuando la persona percibía que su fin estaba cerca, se retiraba para morir con dignidad, con entereza. En nuestra cultura la muerte es un drama y, sin embargo, no se considera inhumano sostener la agonía de una persona enferma de forma artificial. Aún no se acepta el derecho a morir de una forma elegida y digna.
Cuando se vive la vida desde la consciencia y no desde el ego, el miedo desaparece y el hecho de vivir se afronta de forma gozosa y, al mismo tiempo, desapegada, porque sabemos que estamos aquí de paso. La paz interior aflora y te das cuenta que el único propósito que tiene la vida es recordar nuestra esencia espiritual y que venimos a compartir el amor que somos. Ante esta gran tarea cualquier otro objetivo mundano es insignificante.
Cada nuevo día es un regalo de la vida, como si un mensajero nos trajese una caja. ¿Nos atrevemos a desatar el lazo y a romper el embalaje con curiosidad y admiración como en una mañana de Reyes? ¿Nos dejamos embriagar por el misterio que oculta? ¿Somos capaces de recibir las experiencias tal como vienen? La vida no trae cheque-regalo, no se puede cambiar. Lo que sí podemos hacer es acogerla con aceptación y gratitud y el miedo se disolverá como por arte de magia.
María del Mar Del Valle
Educadora Social