Cosmogeobiología

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Los riesgos en la salud de la actividad solar y los lugares geofísicamente alterados

El Sol está entrando en una fase de gran actividad y se espera que alcance su máximo pico de llamaradas solares hacia finales de este año y durante el 2014. Desde hace un par de años, algunos científicos han venido alertando que en el intervalo del 2013 y 2014 se produciría la mayor llamarada solar detectada hasta ahora.

Esta fase solar de alta actividad presenta aspectos preocupantes, tanto en relación a su impacto en la actual tecnología, como en el medioambiente y en la salud.

Aparte de las graves secuelas en las telecomunicaciones, sistemas eléctricos, etc., que pueden suceder si no se adoptan con antelación las medidas técnicas adecuadas, estos fenómenos tienen un efecto notable sobre la biología en general y sobre la salud de las personas en concreto.

Desde 1610, cuando Galileo observó por primera vez con un telescopio las manchas solares, se comenzó a llevar un registro, que se sistematizó a partir de 1849. Desde esa fecha se contabiliza cada día el número de manchas solares. La cantidad de manchas observadas varía desde cero hasta más de cien, aumenta y decrece en periodos de unos once años.

El Sol emite luz, pero también libera gigantescas burbujas de gas y magnetismo que cuando consiguen superar la barrera magnética que envuelve al Sol se dirige al espacio, y en caso de encontrarse en su trayectoria con nuestro planeta puede causar graves daños. Estos fenómenos provocan tres oleadas de radiación. Lo primero que llega a la Tierra es la luz, la radiación ultravioleta y los rayos X, que ionizan la atmósfera superior e interfieren las comunicaciones de radio. A continuación, llegan enormes ráfagas de radiaciones, y, finalmente, partículas de alta energía.

Efectos sobre la tecnología

Si estas llamaradas solares alcanzan una gran intensidad, son capaces alterar las comunicaciones por radio y provocar apagones eléctricos por todo el planeta.

En 1859 hubo una gran llamarada solar que, según la Academia Nacional de EEUU, si sucediese hoy en día afectaría drásticamente a las infraestructuras de telecomunicaciones y suministro eléctrico actuales. De hecho, una tormenta solar de menor magnitud, en marzo de 1989, hizo que la planta hidroeléctrica de Quebec en Canadá estuviera parada más de nueve horas, dejando sin suministro eléctrico a buena parte de Canadá, causando graves daños y cuantiosas pérdidas económicas.

Actualmente estamos acercándonos a un punto de máxima radiación solar, con lo que es previsible que este fenómeno se producirá pronto. Para tratar de contrarrestar los efectos de estas llamaradas solares, la NASA y la Agencia Espacial Europea han creado una red de sensores para vigilar las erupciones solares.

La tercera oleada de radiación solar es la más peligrosa y puede tardar en llegar a la Tierra hasta veinticuatro horas. Gracias a este sistema se podrá saber la intensidad de la llamarada y dónde afectará, por lo que se podrán apagar los sistemas que puedan verse afectados hasta que pase el pico de máxima radiación. De cualquier forma, es difícil prever los efectos sobre los satélites artificiales y las comunicaciones de radio y, si se llegasen a interrumpir, los apagones eléctricos afectarían a prácticamente todo el planeta durante días, semanas y puede que meses. En una sociedad tecnológicamente dependiente, esto podría tener efectos catastróficos.

Además, queda la duda de si las redes eléctricas y los grandes transformadores eléctricos soportarían las corrientes continuas eléctricas inducidas que se generarían a nivel de la superficie terrestre.

Efectos sobre la salud

Además de estos efectos socioeconómicos, existen otros ligados a la salud.

Cuando en los años 80 profundicé en la cosmogeobiología, comprendí la importancia de la actividad solar y otros fenómenos cosmológicos en los procesos biológicos terrestres.

Estos estudios, especialmente los relacionados con la actividad solar, estaban muy avanzados en la Unión Soviética, pero en Occidente eran prácticamente desconocidos y encontré una gran resistencia, tanto en nuestro país como en Francia y Alemania entre otros, por parte de científicos y personas ligadas a la sanidad y el medioambiente a considerar estos efectos en los procesos biológicos y más en la salud.

Tras varios viajes a la Unión Soviética y posteriormente a Rusia, pude comprobar que la importancia que daban a la radiación que llegaba del sol era tal que planificaban sus planes quinquenales en relación a las cosechas según los ciclos undecenales, y del ciclo solar completo que sucede en fases de veintidós años.

Los grupos bipolares de cada hemisferio muestran una orientación magnética opuesta, y se invierten en cada periodo undecenal. Es decir, el ciclo completo dura veintidós años, y las manchas van variando de latitud, de ubicación, frecuencia e intensidad y, por tanto, sus efectos biológicos también son distintos. Por ello, vemos cómo determinados síntomas y enfermedades, ligados a estos ciclos y sus características específicas, remiten o se agudizan en cada momento de la fase solar.

Desde los años sesenta, en la Unión Soviética se tuvieron muy en cuenta los riesgos que corrían en esos días de especial actividad solar los pacientes de enfermedades coronarias (aumento de infartos), mujeres embarazadas (mayor riesgo de abortos), enfermos psiquiátricos (agudización de síntomas), etc.

Efectivamente, muchas personas son muy sensibles a las radiaciones naturales y cualquier alteración del medio en que viven supone un riesgo para su salud. Especialmente sensibles son los niños, enfermos, ancianos y mujeres embarazadas. En estos casos hay que adoptar medidas extra de prevención y controlar que el lugar donde viven esté libre de radiaciones artificiales y de alteraciones geofísicas provocadas por corrientes de agua subterránea, fracturas geológicas, etc. Estas alteraciones geofísicas son un grave problema sanitario en sí mismo para la población en general, pero además su agresividad sobre la salud de las personas que viven en su vertical se agudiza en estas fases de mayor actividad solar.

Además, tras años de estudio y observación, he podido comprobar que no sólo los riesgos vienen de estas zonas geofísicamente alteradas. En los trabajos que he realizado en relación a la cosmogeobiología, se evidencia que los mayores riesgos en la salud de las personas se dan en aquéllas que están ubicadas en lugares especialmente agresivos como son los terrenos duros y poco fértiles, y que la actividad biológica de un suelo es una especie de atenuante de la reverberación de las radiaciones cósmicas que inciden en él.

El mayor riesgo procede cuando la persona vive, y sobre todo duerme, en un lugar geofísicamente alterado que a su vez presenta las características citadas de dureza e infertilidad, y especialmente cuando se dan los ciclos solares de mayor actividad.

Los ácidos que se generan al descomponerse la materia orgánica, al igual que los insectos, bacterias, raíces, etc., que viven bajo tierra, favorecen los procesos químicos erosivos, y confieren una mayor permeabilidad al terreno. Este fenómeno es decisivo a la hora de valorar el impacto que tendrán los picos de mayor radiación solar sobre las personas que vivan en uno u otro tipo de suelo.

Los materiales coloidales del suelo tienen la capacidad de atraer eléctricamente iones, fijándolos en su superficie. A mayor capacidad de intercambio iónico de un suelo, mayor es su capacidad de absorción de la radiación y, asimismo, mayor fertilidad, como es el caso de las arcillas y algunas materias orgánicas. En cambio, las tierras rocosas y las arenosas, por ejemplo, poseen una capacidad prácticamente nula.

Los terrenos pobres en descomposición orgánica no producen humus. Éste forma parte de la materia orgánica del terreno, pero no toda la materia orgánica es humus, y no tiene los mismos efectos sobre la tierra y sobre las plantas. El humus es la parte más estable y menos degradable de la materia orgánica del terreno.

Cuando no se producen estos ácidos húmicos, los óxidos de hierro y de aluminio se vuelven insolubles y precipitan. Este fenómeno hace que se acumule laterita y bauxita, y que los terrenos se vuelvan duros e infértiles. Este tipo de suelos son los que debemos evitar para construir nuestras viviendas, ya que provocan la reflexión de las ondas cósmicas e intensifican las radiaciones naturales en nuestro hábitat, de forma similar a lo que sucede en edificios con un exceso de hormigón armado en sus cimientos y en su estructura en general. Por lo que si sumamos un edificio de estas características y un suelo que favorezca la reflexión de las ondas cósmicas, el problema se multiplica.

La presencia de plantas, microorganismos e incluso de animales, proporciona materia orgánica al suelo, y le da fertilidad y unas cualidades bióticas que facilitan la «absorción» de dichas radiaciones, o más bien impide la reflexión de estas radiaciones y su efecto multiplicativo sobre los organismos vivos.

Aunque es una generalización sujeta a múltiples variantes y matices, una simple mirada al color del terreno nos da una idea bastante fidedigna de sus propiedades biológicas y su potencial capacidad de reflexión o de absorción de las radiaciones cósmicas. El color negro y el marrón son un indicativo de la presencia de materia orgánica; el rojo revela un alto contenido de óxidos de hierro y manganeso; el color amarillo óxidos de hierro, y el blanco y el gris de cuarzo, yeso y caolín.

Precisamente uno de los efectos de la materia orgánica es que hace que el suelo sea más poroso e impermeable; también logra que las tierras de color claro oscurezcan y es una de las razones por las que absorben con más facilidad una cantidad mayor de radiaciones solares que los suelos más claros.

Sin embargo, en otro orden de cosas, asimismo habría que evitar los terrenos con un exceso de humedad y actividad orgánica: zonas de pantanales, prados húmedos, marjales o turberas.

Es bien sabido que el exceso de humedad es insalubre. Además, el frío con el aire húmedo se siente más intensamente, al igual que el calor. Incluso la contaminación y el polvo en suspensión son más incómodos y perjudiciales en un ambiente de humedad elevada.

Ni mucho ni poco, ni donde haya un exceso ni donde haya una merma de dicha actividad. El punto medio es el correcto.

La prevención y el grado de protección que debe adoptar cada persona, dependerán de la intensidad del flujo de partículas y del número de llamaradas solares, que en gran medida resultará de la fase del ciclo solar en la que nos encontremos y, por supuesto, del grado de susceptibilidad personal a estos fenómenos.

La radiación cósmica sumada a la de la propia Tierra crea un riesgo importante para la salud y la vida, que podemos dividir en dos aspectos diferenciados: las dosis de alta radiación y las dosis de baja radiación.

Dentro de los ciclos solares, están los días donde llegan altas dosis de radiación y que suponen una amenaza directa e inmediata para la salud o incluso para la vida. Esto es, cuando la persona está especialmente hipersensibilizada a estos fenómenos o padecen problemas cardiacos, trastornos neurológicos, etc.

Hay que añadir un grupo de personas muy expuestas como son los tripulantes o los viajeros que efectúan vuelos en avión de forma cotidiana. En estos casos la radiación cósmica incide de forma más importante que a nivel de la superficie terrestre.

Dentro del grupo de las personas sensibilizadas están las antes citadas: niños, ancianos, enfermos y mujeres embarazadas, ya que el feto está más expuesto y es más vulnerable, además están aquellas personas que son especialmente sensibles a tóxicos medioambientales, a los químicos, a las radiaciones electromagnéticas y a los lugares geofísicamente alterados. Aunque todos somos progresivamente sensibles a los efectos de estos tóxicos y alteraciones medioambientales, hay grupos de población que por el grado de exposición anterior o por sus características biológicas particulares lo son especialmente.

Por otra parte están las dosis bajas de radiación que se reciben en condiciones solares habituales, pero que tienen un efecto multiplicador según el tipo de terreno o de edificio en el que estemos. En estos casos, generalmente las consecuencias sobre la salud no son inmediatas, pero suponen un riesgo a medio o largo plazo.

Las personas que viven en los tipos de terreno anteriormente descritos se encuentran en una atmósfera de exposición intensa y con el tiempo su sistema de defensas va mermando hasta que aparecen los primeros síntomas (insomnio, estrés, ansiedad, depresión, etc.), que dan paso a trastornos fisiológicos crónicos. Hay que tener presente que las dosis recibidas y los tiempos de exposición aun a niveles bajos de radiación son acumulativos.

Si pudiésemos recibir una información previa a los eventos solares, podríamos adoptar medidas de protección, especialmente evitar los lugares alterados y otros riesgos medioambientales, así como elevar la capacidad del sistema inmunológico, o al menos sabríamos que ciertos síntomas se agudizan durante esos periodos, ya que, entre otros fenómenos biológicos, la radiación solar, las partículas de rayos cósmicos y las partículas solares energéticas afectan a las células de los seres vivos.

Raúl de la Rosa
Autor de «Geobiología: Medicina del hábitat», Ediciones i.
www.rauldelarosa.org