En los últimos meses han aparecido en los medios informaciones aparentemente contradictorias: por un lado, se constata el avance del bosque en España y, por otro, se advierte del creciente riesgo de desertificación. Esto genera confusión, que se manifiesta tanto en las redes sociales como en los comentarios que los lectores dejan en los periódicos que publican las noticias. ¿Qué está pasando? ¿Hay realmente una contradicción?
Los datos del Inventario Forestal Nacional muestran inequívocamente que, en términos generales, la superficie forestal aumenta. Según recoge el documento Criterios e Indicadores de Gestión Forestal Sostenible en los Bosques Españoles, publicado en 2012 por el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, ese aumento fue del 31% en el periodo 1990–2010. Hay que precisar que ese dato abarca la forestación (plantación en tierras desprovistas de bosque durante, al menos, los últimos 50 años), la reforestación (plantación tras incendio o corta en terrenos que sí estuvieron poblados de árboles alguna vez en los últimos 50 años) y la regeneración natural, es decir, la ocupación por los árboles de tierras de cultivo y pastos abandonadas. La reforestación incluye los cultivos forestales de especies alóctonas (no autóctonas) como los eucaliptos y el pino de Monterrey, así como de especies de pinos autóctonos y chopos. Si se considera la ganancia de bosque como un proceso contrapuesto a la desertificación, lo que importa es la regeneración natural que, según el citado documento, en el periodo 2003–2007 alcanzó una media de 48.000 has/año (una superficie equivalente al 6% de la Comunidad de Madrid).
Cuando se oye o lee que España está en riesgo de desertificación, probablemente muchas personas entienden que nuestro país se está convirtiendo en un desierto arenoso. Pero desertificación es, según la definición de la Convención de Naciones Unidas para la Lucha contra la Desertificación, la “Degradación de las tierras de zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas resultante de diversos factores, tales como las variaciones climáticas y las actividades humanas”. Y, a su vez, la degradación de la tierra es la “reducción o pérdida, en áreas áridas, semiáridas y sub-húmedo secas, de la productividad biológica o económica y de la complejidad de los cultivos de secano, regadíos, o pastos y bosques”.
Aproximadamente tres cuartas partes del territorio español se clasifican como áridas, semiáridas o sub-húmedas secas. Por el simple hecho de formar parte de estas categorías, se considera que esas tres cuartas partes de nuestro país son vulnerables a la desertificación. Pero ser vulnerable a la desertificación no implica que se esté dando de hecho un proceso de desertificación, lo cual, según el Mapa de la Condición de la Tierra 2000–2010, que forma parte de la evaluación y seguimiento de la desertificación en España en el marco del Plan de Acción Nacional contra la Desertificación del Gobierno de España, sólo ocurre en el 1% de la superficie nacional.
Ahora bien, que en la actualidad la desertificación activa sea tan reducida no conlleva que en el pasado no haya sido muy superior. Y, efectivamente, en el pasado, la desertificación o degradación de la tierra fue muy intensa, y ello ha supuesto que, en la actualidad, el 20% del suelo español esté degradado, lo que significa que su productividad y biomasa son bajos. Esta situación afecta sobre todo a zonas tradicionalmente agrícolas de la mitad sur peninsular. Un 12% de España pierde más de 50 Tn de suelo por hectárea y año, cuando el límite tolerable se establece en 12 Tn, cifra que es superada en el 46% de la superficie española.
Además, hoy día siguen dándose usos insostenibles del suelo, especialmente en relación con la agricultura y la ganadería, en escenarios tales como los cultivos de regadío, cultivos leñosos (frutales, olivo y vid), cultivos herbáceos de secano en pendiente y dehesas afectadas por sobrepastoreo. A ellos hay que añadir la urbanización, que conlleva la pérdida total de la funcionalidad ecológica del suelo por sellado del mismo.
El uso inadecuado del suelo acentúa el riesgo de desertificación, especialmente en el actual contexto de cambio climático, tal y como señalan los modelos empleados para evaluar el riesgo de desertificación. Por ejemplo, tales modelos concluyen que hay una probabilidad del 100% de colapso de los cultivos de secano del sur de Córdoba en un plazo de 61 años, y del 88% de desplome de la superficie de regadío en el sureste de Castilla La Mancha en 47 años.
Otro asunto que parece ser comprendido con dificultad es el papel de los incendios forestales en el proceso de desertificación. Así, un reciente artículo publicado en un medio digital afirma que, tras un incendio, “El bosque tarda, pero vuelve”. La realidad es que el bosque no siempre vuelve. De hecho, el porcentaje de superficie acumulada recorrida por incendios forestales en los últimos 10 años es uno de los indicadores empleados para evaluar el riesgo de desertificación. La sucesión de incendios en un mismo lugar puede provocar grandes pérdidas de suelo, de modo que éste pierde su capacidad de sostener arbolado, que será sustituido por vegetación de menor porte, como arbustos, que podrían ser sustituidos por pequeñas matas, las cuales a su vez serían sustituidas por una cubierta herbácea y, en última instancia, a base de reiterarse los incendios, el suelo podría quedar desnudo. Es más, si el incendio es tan intenso que elimina el banco de semillas del suelo, no habrá que esperar a que ocurran otros fuegos para que sea imposible la regeneración natural.
Volviendo al aumento espontáneo del bosque, hay que precisar que, en muchas zonas, la regeneración natural requiere la intervención humana para acelerar la conversión de los raquíticos arbolillos en árboles productores de fruto y evitar que su abigarrada forma de crecimiento (por ejemplo, esos endebles tronquitos de roble que ni siquiera son árboles distintos, sino diferentes tallos de una misma cepa) incremente el riesgo de incendio.
Y, en relación con el cambio climático, se observa una pérdida generalizada de salud forestal, presumiblemente vinculada al calentamiento global. Una mayor mortalidad de árboles aumenta el stock de madera seca e incrementa el riesgo de incendio y, con él, el de desertificación. A este respecto es importante subrayar que el porcentaje de árboles que presenta una defoliación superior al 25% ha pasado del 36,5 en 1987 al 78,3 en 2014 (datos de la Red Europea de Seguimiento de Daños en los Bosques).
Como conclusión cabría decir que, en el pasado, España se desertificó bastante, en la actualidad se desertifica poco y, en el transcurso de este siglo, como consecuencia de los usos insostenibles del suelo y del cambio climático, podría volver a desertificarse bastante.
Miguel Á. Ortega
Presidente de Asociación Reforesta
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