Somos contenedores de violencia

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No existe nada más tierno, más dulce y vulnerable que los bebés. Su inocencia emana por todos sus poros, de hecho, en sus primeros meses de vida, huelen literalmente a pureza. Su Ser está unido aún a la Fuente de la que emana la Vida, es una pena que dure tan poco tiempo. Al ser como un cuaderno nuevo, totalmente receptivos, según las experiencias que los adultos con los que conviven inscriban en su cuerpo emocional, su personalidad se irá conformando para ajustarse al mundo que les rodea.

Este proceso de socialización que se ejerce sobre el individuo desde su nacimiento es, en sí mismo, una forma de violencia porque se le fuerza a encajar en unos moldes determinados según su sexo, el contexto cultural, la religión e ideología de su familia, etc. Todos los bebés están expuestos a lo que su entorno social quiera hacer con ellos porque son dependientes en todos los aspectos.

Dado que no han entrado todavía en la esfera mental, las experiencias que vivan, sean las que sean, se graban en su cuerpo emocional y son las que conforman todo su universo inconsciente. Además, esas emociones generan creencias (también inconscientes), que se arraigan profundamente mediante el modelo que ven en los adultos que se hacen cargo de ellos y sobre las que se sustentará su vida futura.

Después, a medida que los bebés van dándose cuenta de lo que se espera de ellos, de lo que tienen que hacer para llamar la atención o conseguir lo que necesitan, van desarrollado una identidad falsa o personaje llamado EGO que, cada vez les aleja más de quiénes son en realidad y del propósito que les hizo nacer. Cuando tienen hermanos y hermanas también se verán impulsados/as a competir por las atenciones, aunque sea por las bravas, mediante estrategias como “portarse mal”.

En ocasiones, el ambiente familiar que debería ser “seguro”, es donde encuentran más violencia y desamparo y no pensemos que siempre ocurre esto en familias disfuncionales, con pocos recursos o cuyos padres son drogadictos. Muchas veces la desatención emocional, la falta de cariño y de presencia de sus progenitores pueden ser tan perniciosas como la propia violencia física.

Luego se enfrentan a la guardería o el colegio, algo que sucede cada vez a una edad más temprana y en esos espacios reciben influencias de otros adultos y de sus iguales. En este tipo de entornos, aprenden a “luchar” por la atención y el reconocimiento. Ese intento por destacar les transforma en ganadores o perdedores, algo que, en esos tiernos años irá moldeando su personalidad y les hará acumular irremisiblemente rabia y frustración. Entenderán que son ellos/as contra el mundo.

Si fuésemos conscientes de la carga emocional negativa que se puede llegar a acumular en estos primeros años de vida, estoy segura que muchas parejas se replantearían por qué tener descendencia y se prepararían previamente para algo tan trascendental. Desgraciadamente, no existen cursos ni formaciones para ser padres, es algo que suele quedar en el ámbito de la biología y después se va gestionando “sobre la marcha”. Es una forma de reproducir una sociedad cargada de violencia, de insensibilidad y de inconsciencia.

Y esta violencia impregna por completo nuestra forma de vida: el cine, la ropa que vestimos, los recursos que extraemos del planeta, los empleos, hasta lo que comemos está cargado de sangre, sudor y lágrimas de otras personas o conciencias. El poder también es una forma de violencia. Quien ostenta el poder puede manipular, humillar, denostar, hundir, hacer lo que se le antoje cuando quiera y a quién quiera y, en la mayoría de los casos, de forma totalmente impune.

Los medios audiovisuales nos ofrecen una clara muestra de las múltiples formas en que se puede ejercer la violencia. Hace muchos años que vengo pensando que debería existir un código deontológico para los profesionales del cine, la TV y los viodeojuegos. ¿Por qué se empeñan en mostrar la cara más agresiva y destructiva del ser humano? Quienes trabajan en éstos ámbitos deberían responder ante el mundo por su tipo de creaciones, ya que muchas veces resultan ser la inspiración para otras mentes desequilibradas que se alimentan de estas influencias nocivas.

La ropa que vestimos por ejemplo, obliga a millones de personas de los países más pobres a trabajar en la esclavitud, en lugares miserables, con sueldos y condiciones laborales que serían inaceptables en los países más desarrollados, ¿o más que llamarlos desarrollados habría que llamarlos abusadores? También se pueden añadir en esta categoría todas las mercancías que se producen en estos países llamados “tercermundistas” y se consumen en los países “elitistas”. Y en pago a sus servicios, nuestro feedback consiste en enviarles nuestros residuos y desperdicios contaminantes.

La jerarquía es violenta en sí misma y se ejerce en las Empresas, en las Instituciones, en los Estados. En ocasiones existen excepciones y se pueden encontrar jefes o directores amables, pero a menudo sucede lo contrario. Ocurre que, para escalar puestos, las personas se obligan a sí mismas a pisar al que sea y hacer “lo que haga falta”. Esta forma de actuar insensible y cargada de miedo a perder el “poder” hace que el trato se aleje mucho de ser amable.

Nuestra dieta se basa principalmente en productos de origen animal. Para llegar a nuestra mesa esos animales viven en condiciones pésimas su corta existencia, ya que se les engorda y se les atiborra de antibióticos, vacunas y otros productos dañinos. Muchos de ellos están encerrados en espacios reducidos y sus cuerpos no se desarrollan bien. Y la forma en que se les trata y se les mata, por no hablar de que son seres que sienten, que tienen emociones… ¿qué estamos ingiriendo en realidad?

Nuestro trato a la Tierra que nos sustenta es otro reflejo de la violencia que, más explícita o más soterrada, anida en nuestro interior. Tomamos lo que queremos sin pensar en las consecuencias a corto, medio o largo plazo. Estamos tan adormecidos y absortos en satisfacer nuestros deseos inmediatos que no pensamos en nuestros descendientes, en las generaciones que vendrán detrás de nosotros/as. ¿Qué clase de mundo vamos a dejarles como herencia? La Tierra lleva décadas avisando. Y luego a los productores se les ocurre regalarnos historias de desastres mundiales, de búsqueda en el espacio exterior de otro planeta de repuesto… jajaja.

Cuando suceden asesinatos, violaciones, masacres, entramos en pánico, especialmente si somos nosotros/as quienes estamos involucrados/as directamente en esas situaciones u otras personas allegadas. Sin embargo, seguimos escondiendo la cabeza debajo del ala, considerando que no podemos hacer nada para cambiar el orden de las cosas, justificando nuestra inacción, nuestra falta de compromiso con la justicia y con el amor que somos.

No es de extrañar que con este panorama haya tanta gente enferma: alergias, enfermedades autoinmunes, cáncer, alzhéimer, enfermedades raras… Tanta gente que se suicida o tiene actitudes y comportamientos que ponen en riesgo su vida. También están quienes hacen lo opuesto, quienes depredan, abusan, asesinan… porque más vale lanzar la piedra el primero, ¿no? Esta es también otra forma de escapismo que refleja el profundo alejamiento del bebé que llegó al mundo. Según Michael Brown:

“el adulto es un niño que ha muerto”

Ese amor que pervive en nuestro interior desde nuestro nacimiento es la perla que siempre buscamos en el mundo exterior y que nunca alcanzamos. Mientras, esperamos que la felicidad llegue a nuestra vida mediante experiencias, cosas y personas, pero siempre consideramos que está afuera y que escapa a nuestro control. Así, el que aparenta conseguirla, es muy probable que no consiga que perdure y despertará la envidia de muchas personas que realizan esa misma búsqueda.

El peso de la conciencia colectiva cargado de violencia, de deseos frustrados, de gratificaciones inmediatas, de abusar del más frágil, de imponerse y regodearse creando élites de poder… es una forma de vida inhumana, insana, insostenible. La ley de Causa y Efecto que rige en el Universo habla de las consecuencias que nuestros pensamientos, actos y palabras tienen no sólo en los demás, sino en nuestra propia vida. Lo que sembramos es lo que recogemos, de eso también habla la Ley del Karma.

Es hora de frenar tanta violencia. Somos completamente responsables del mundo que tenemos y seguimos alimentando. En el mundo exterior, basta con que tomemos algunas decisiones conscientes relacionadas con los ejemplos que he mencionado anteriormente y otras muchas que se pueden implementar. Todas esas decisiones deben estar encaminadas a crear amabilidad, empatía, a crear belleza y alternativas de vida sostenible y armoniosa.

Pero para lograr cambios reales es imprescindible que nos liberemos de nuestra propia violencia (ya sea manifiesta o reprimida) y la única manera es dejar de estar enfocados en los acontecimientos externos y reconectar con nuestro mundo inconsciente. Así, liberando nuestras cargas emocionales negativas y las creencias que éstas generaron, lograremos que nuestra energía cambie para mejor y se irradie e inspire a otras personas de nuestro entorno.

Como en todo, cada cual ha de encontrar su propia forma de gestión de las emociones, algo que no se nos enseña, antes bien se nos insta a reprimir. Tras mucho trabajo personal a mis espaldas en el que no terminaba de encontrar las claves para un auténtico cambio, no puedo dejar de mencionar la herramienta que a mí me ha ayudado verdaderamente y que está especialmente diseñada para quienes somos perseverantes y nos gusta autogestionarnos: se trata del libro “El Proceso de la Presencia” de Michael Brown.

Este libro ofrece las pautas para destapar la olla a presión que llevamos dentro y aunque a veces el camino sea arduo, sus beneficios son palpables.

“Más vale ponerse una vez colorado que ciento descolorido”,

decía una mujer muy sabia que conocí. Yo estuve descolorida la mayor parte de mi vida pero ahora tengo recursos para sostenerme a mí misma, hacerme responsable de mis acciones, pensamientos y emociones y vivir el momento presente con mayor conciencia y gozo.

Renunciemos a ser “contenedores de violencia” porque eso nos hace infelices y también muy manipulables. Vivir con miedo o creyendo que somos “especiales” y que el resto es el enemigo a combatir, hace de nuestra vida un auténtico infierno. Nada ni nadie fuera de nosotros/as puede darnos la felicidad. Sólo nuestra decisión y compromiso de manifestar el amor que somos y el propósito que nos trajo a este mundo hará que alcancemos la paz y la felicidad tras la que vamos en pos. Pero está dentro, siempre lo ha estado. Éste es el verdadero camino para construir un nuevo mundo.

María del Mar del Valle
Educadora Social