Probablemente lo llevemos impreso en nuestro código genético. Cuando el ser humano vivía en sintonía con la naturaleza, la maternidad consistía en el ejercicio del contacto permanente con el recién nacido. Comenzaba en el mismo instante de la concepción. Desde aquel momento, el grupo dispensaba a la mujer de sus actividades, posibilitándola períodos de intimidad secreta con el ser que llevaba en sus entrañas. De este modo, para ella, el mundo exterior se estrechaba, limitando su consciencia a lo inmediato, próximo, presente y necesario, para dirigir la atención a su mundo interior. La vista, oído, olfato, gusto y tacto, giraban hacia dentro, concentrándose en ese manojo de células que se iban dividiendo, multiplicando y diferenciando; observando la ejecución espontánea de la sabiduría innata de una fuerza natural que colocaba cada eslabón en su justo lugar, para transformarse, a través de su interactuación con el resto, en un nuevo ser humano.
El parto se llevaba a cabo en absoluta soledad, en un lugar sagrado, al amparo de sus Dioses y Espíritus, quienes la ayudaban a vencer a los miedos y a los fantasmas. Allí afloraba la valentía, la intuición, la conexión con la naturaleza. Todo moría y, entonces dos nuevos seres resucitaban a la vida: por un lado, el fruto de su vientre y, por otro la madre. La madre, no es más que la mujer transmutada, por el simple hecho de haber parido.
Tras el sueño reparador, con sus cuerpos desnudos pegados, recordando ambos aquellos nueve meses durante los que su contacto había sido interior, llegaba el rito sagrado de la lactancia. El alimento generado por sus propias células nutría el organismo de ese ser delicado e indefenso, fortaleciéndolo. De este modo, el cordón umbilical que los había mantenido unidos durante la gestación, permanecía vivo energéticamente a través de la succión de la leche.
Acto seguido, era el momento del masaje. Ayudada por aceites esenciales cuya fórmula sagrada había sido recibida directamente de sus ancestros femeninos, calentados en el fuego del hogar, la madre tocaba, acariciaba, palpaba, estiraba cada músculo, tendón, articulación del bebé, a través de unos movimientos regidos por la sapiencia innata del amor materno.
En la India Cachemira de hace cinco mil años, a este tipo de masaje se lo denominaba «Shantala». La esencia del mismo, fue absorbida por los Siddhas, para confeccionar el yoga del tacto: «La puerta del éxtasis, abierta mediante el manojo de llaves constituido por la relajación, la respiración consciente, el contacto táctil, la danza extática desprovista de pensamiento y la desaparición en el otro, para regresar al ser original que realmente uno es».
La Preparación del espacio resulta esencial para facilitar al tiempo la posibilidad de su desaparición en aquél. Una limpieza energética del lugar puede resultar de gran ayuda. Velas, incienso, semi penumbra, flores, etc., favorecen la distensión. La presencia de los elementos, la preparación del aceite, con su esencia adecuada, su temperatura (siempre caliente) idónea, forman parte del ritual. La elección de la música (o del silencio) no se deja al azar.
Todo comienza con una danza de lentitud extrema, dirigida por su propia esencia, sin intervención mental del danzarín. Los cuerpos desnudos ejecutan sus propios movimientos, sintiendo su disolución en el espacio que los rodea, experimentando el pálpito del universo en cada célula de la epidermis, ofreciéndose a su propia desaparición, entregándose a su desintegración en ese entretejido del que un día emanaron. La soledad absoluta constituye el trampolín desde el que ejecutar el salto al vacío de su silencio interior.
Sin dejar de bailar, el tantrika se acerca al iniciado por detrás, rozando levemente, con su pecho y vientre, la columna sobre la que se erige el cuerpo de quien se prepara para desaparecer. Las respiraciones de ambos se unen para siempre en el lugar eterno de duración infinita de la sesión. Una mano, dirigida por el movimiento común, dibuja, con el ungüento ardiente, la señal de la unión, entre la nuca y el coxis, entre el ano y la corona. El habitáculo se abre; el tiempo se esfuma. No queda lugar para los minutos ni las prisas. No existen pautas ni directrices. El ritmo lo marca, exclusivamente, el universo, y ambos se funden en él, al unísono. Los cuerpos se unen y se separan, resbalan bajo la película aceitosa; se permiten excitarse y distenderse, sin intervenir, guiados exclusivamente por el hilo continuo de una respiración que fluye constante, suave, profunda y consciente.
Sólo los cuerpos danzantes saben cuándo llega el instante apropiado para sentarse. Lo hacen en la postura tántrica por excelencia: el yab yumb. El masajista, en posición de meditación, con las piernas cruzadas, la columna recta, en el eje de la gravedad. El receptor, a horcajadas, abrazando con sus pies los riñones del Maestro, sentándose en el trono que los muslos cruzados de éste le ofrecen. Sólo en ese instante, es posible el abrazo.
Se trata de un abrazo jamás dado, nunca recibido, que provoca el derrumbamiento de todos los cimientos del iniciado, a quien sólo le queda la opción de observar cómo cae y cae en las profundidades abisales de su propio interior. La entrega es total, la rendición absoluta, la relajación plena. Consiente ser conducido por unas manos suaves, poderosas y certeras, que sujetan su cabeza de igual modo que cuando era un bebé y los músculos de su cuello no eran capaces de sostenerla. Se permite ser movido por el abrazo acogedor, que lo arrulla, mientras le susurra al oído la música envolvente de la respiración. Inmediatamente, se deja arrastrar, sin luchar, por la corriente del inspirar y espirar continuo, hasta que se da cuenta de que se trata de su propio latido. Es ahí cuando ambas respiraciones se diluyen en una sola, como cuando la ola que se dirige a la orilla se encuentra con la que ya regresa, y le cuenta su experiencia mística del rozamiento con la arena.
El tantrika deposita sobre el tatami, con suma delicadeza, el cuerpo rendido del iniciado, boca arriba, con las piernas abiertas, con el sexo expandido, en disposición de recibir, confiado, todo cuanto tenga que llegar; en actitud de experimentar las sensaciones olvidadas por el abandono de su inocencia.
Una mano en el corazón y otra en la zona genital, reconstruyen el puente derruido que antaño conectaba las orillas del sexo y el amor. La moralidad, las enseñanzas, la educación, los modales, se precipitan al torrente que fluye allá abajo, y son arrastrados por la fuerza de su impulso, mientras el receptor observa, despidiéndose de ellos, desde la esencia recobrada de su ser original. Las palmas del tantrika palpan, fluyen, nadan sobre el aceite, rozan con delicadeza las mejillas, los hombros, los pechos, el abdomen y el sexo del iniciado, en una danza desprovista de todo tipo de intencionalidad. Una onda de placer extremo se expande por cada célula, rincón o recoveco del cuerpo rendido de quien recibe.
Vuelve de nuevo a la respiración, y el tantrika con él, para conectarse ambos en ese lenguaje secreto en el que sólo ellos son capaces de comunicarse. El recorrido de las manos es suave, lento, consciente, amplio, flexible, abarcándolo todo, concentrándose en nada. El efecto provoca una relajación que lleva irremisiblemente a la expansión. Las ondas de placer dejan de focalizarse en lugares concretos del cuerpo para extenderse por todo él, incluso más allá de él. El receptor pierde su identidad corpórea y el masajista se diluye en una fuerza superior que dirige sus movimientos.
Todo es sagrado, tocado, adorado. Nada resulta rechazado, prohibido, censurado. Ningún punto prevalece sobre otro, y la separación entre ambos cuerpos desnudos se esfuma para siempre.
Es entonces cuando el contacto penetra más allá de lo físico, y surgen los suspiros, las risas, los llantos, las lágrimas o las carcajadas. A veces, las manos dejan de ser dos para convertirse en multitud, porque el receptor vive la experiencia de la totalidad. En ocasiones, el masajista se encarna en un Maestro o guía, puesto que su cuerpo ha dejado de ser, y de él sólo queda el canal por el que discurre la energía informe del éxtasis absoluto.
Y las respiraciones vuelven, y los orgasmos sin emisión ni penetración se suceden uno tras otro, para regresar a la calma, para volver al hogar.
Los movimientos certeros del masajista colocan al receptor de lado, en posición fetal, para que no quede un solo rincón sin ser sanado. Luego pasa a disponerlo boca abajo, con los glúteos abiertos, haciendo las veces de mesa de operaciones, y los genitales de ambos muy próximos, como dos amigos íntimos desprovistos de intencionalidad sexual. Toda la espalda es fregada con el aceite –que se ha mantenido caliente– escurrida con la bayeta de los dedos del masajista, que no para de dibujar, en un trazo continuo, las más placenteras sensaciones jamás experimentadas por el lienzo del dorso del receptor, desnudo de pesadumbre.
Sin reloj, sin metas, sin propósitos, el abrazo los llama de nuevo. El reencuentro de las partes delanteras de los torsos, resulta una bocanada de aire fresco, un de trago de ambrosía, un agradecimiento mutuo indescriptible, una explosión de satisfacción incalificable. Ahí surge la consciencia de la alquimia experimentada, de la transformación ocurrida, de la experiencia única e irrepetible vivida. Ahí aflora la risa, el llanto que emana de la más pura alegría, la certeza de la intimidad urdida en un lazo de conexión eterno.
El masaje tántrico de Cachemira se empequeñece contándolo, ya que se trata de una técnica existencial sólo susceptible de ser experimentada.
Ángel Gracia Ruiz
Abogado. Prof. de Yoga, Tantra y Masaje Holístico. Federación Internacional de Yoga
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